Tres
corrientes renovaron sustancialmente el lenguaje del cine: el expresionismo
alemán, el neorrealismo italiano y la Nouvelle
Vague francesa, que tuvo como máximos exponentes a los directores François Truffaut y
al recientemente desaparecido Jean-Luc Godard. Su película ‘Al final de la escapada’ (1960) contribuyó enormemente a sentar las bases del celuloide
moderno, en el que, tanto o más que la trama argumental, importarán el punto de
vista del director, la naturalidad —diálogos coloquiales, rodaje en interiores reales, uso
de la cámara en mano...— y la imbricación entre la cultura y la vida.
En su etapa como crítico de la prestigiosa
revista Cahiers du Cinéma, siendo un veinteañero, Godard ya asombraba por su gran
conocimiento del séptimo arte y su perspicacia. De Hitchcock aprendió que la
puesta en escena es la traslación de la mirada del cineasta. Ford y Lang le contagiaron
el gusto por la sentencia. Bergman le transmitió que los detalles íntimos
marcan la diferencia, y más aún cuando se cargan de lirismo. Bresson le hizo
ver que, a través del montaje, la noción del tiempo prevalece sobre la del
espacio. Preminger le descubrió el rostro expresivo de Jean Seberg, quien
acabaría protagonizando precisamente ‘Al final de la escapada’.
En sus películas juveniles, Godard no
huía de los tópicos ni de las estructuras más fértiles: los adaptaba a su
tiempo. Como hicieran Cézanne en la pintura y Pound en la poesía, el director
franco-suizo ponía la tradición al servicio de la modernidad, rebelándose, eso
sí, contra el tono academicista. “Una película debe tener planteamiento, nudo y
desenlace, pero no necesariamente en ese orden”, sentenciaría.
Luego, desnortado y petulante, Godard quiso
incorporar la causa maoísta a su obra y le salieron panfletos: ‘Week-end’
(1967), ‘La chinoise’ (1967), ‘Todo va bien’ (1972)… Aparatosas y llenas de
consignas, esas películas parecían rodadas por un político queriendo hacer
cine, más que por un cineasta queriendo hacer política.
Pero hoy prefiero detenerme en la época
(1960-1966) que ocupa la plenitud de su talento. Sus filmes de entonces no
solamente eran dramas o policíacos, sino también documentales sobre la belleza de
las actrices Jean Seberg, Brigitte Bardot y, sobre todo, Anna Karina, con quien contraería
matrimonio. “Ella tenía sombras profundas bajo sus ojos;
eran gris-Velázquez”, escuchamos en ‘El soldadito’ (1963).
Algo que siempre me ha maravillado de la
colaboración Godard/Karina es el uso de la música popular. Los bailes de ‘Vivir
su vida’ (1962) o ‘Banda
aparte’ (1964), que tanta huella dejarían en Tarantino,
rompen la narración en beneficio de la poesía. Vemos a unos jóvenes que se dejan llevar por los
sentimientos, trascendiendo una realidad hostil. La lúdica los cualifica; ya no
serán marionetas al servicio del poder o del guion. Este estilo tan renovador sitúa el nombre de nuestro autor en
uno de los capítulos fundamentales de la historia del séptimo arte.
Heterodoxo guionista, Godard escribió
también el final de su vida. Y lo llevó a la práctica: a los 91 años, murió por
suicidio asistido en su domicilio suizo.
(Publicado en El Progreso de Lugo, 20/09/2022).
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