El pasado martes falleció, víctima de un
infarto, el gran poeta Antonio Martínez Sarrión (Albacete,
1939), maestro y amigo de quien escribe estas
líneas. Nos veíamos cada semana cuando yo vivía en Madrid. Hombre generoso, Martínez Sarrión me abrió las
puertas de su casa, me dio valiosos consejos e, incluso, corrigió los
poemas que acabarían formando parte de mi primer poemario, ‘Camas de
hierba’ (2011); por todas estas razones y por el cariño que le
tenía, Antonio figura en la dedicatoria del libro, junto a mis
padres.
De Martínez Sarrión aprendí, entre otras
muchas cosas, que en la poesía las pausas deben ser más elocuentes incluso
que las palabras, pues la naturaleza de este género es fragmentaria (se basa en
el ritmo y la métrica, elementos que desplazan a la lógica, a la sintaxis). Como el
erotismo, la lírica sugiere, no muestra, y eso estimula la
imaginación del lector. Aún conservo algunas hojas con las correcciones
que Antonio hacía a mis vetustos poemas: “Debes aumentar la
tensión verbal por vía de la elipsis…”. Todo escrito a mano, por supuesto, con
aquella letra de trazos alargados: una letra arborescente, tan propia de
un hombre temperamental que, asimismo, atesoraba argumentos muy hondos.
Como explicó sagazmente el crítico Prieto de
Paula, la lírica de Martínez Sarrión se caracteriza por su
sincretismo. En 1970, el creador albaceteño fue incluido
por Castellet (prestigioso teórico) en su antología ‘Nueve novísimos poetas españoles’, la cual dio
nombre a una generación, la de los Novísimos, que se opuso a la
estética socialrealista, imperante hasta entonces en España. El joven Sarrión, muy influido por el surrealismo, aspiraba
a romper el discurso lógico mediante procedimientos como el ‘collage’ o la
desarticulación tipográfica. Fue en esa época
cuando algunos de sus maestros —Benet,
García Hortelano, Barral…— comenzaron a llamarle “el Moderno”. Fue
también por aquellas calendas cuando Gil de Biedma, después de leer sus
poemas, sorprendido, le preguntó: “¿Cómo coño puedes ser tan decadente, habiendo nacido en
Albacete?”. En 1981, con la publicación de ‘El centro
inaccesible’, se produce un punto de inflexión
en la obra sarrioniana; a partir de ahí, nuestro protagonista
empleará una dicción más transitiva y convertirá al amor en uno de sus ejes
temáticos fundamentales. No obstante, los dos polos —modernidad
y tradición— se complementan a lo largo de toda
su trayectoria. Aunque los expresase de forma hermética, ya había
sarcasmo y crítica social en su etapa juvenil, del mismo modo que no eliminó
el culturalismo (solo lo atenuó) en su producción de madurez. Debido
a ese sincretismo tan rico en matices, Sarrión me parece un autor esencial en
la poesía española de las
últimas cinco décadas. Es por eso que —amistad aparte— estudié su estilo en
mi tesis doctoral.
Mi maestro también incursionó en la
traducción (suya es una de las mejores adaptaciones al castellano de ‘Las
flores del mal’, de Baudelaire), el memorialismo o el ensayismo.
Yo tengo especial debilidad por sus diarios, que están llenos
de aforismos clarividentes; citaré uno perteneciente a ‘Esquirlas’ (2000):
“Es preferible tomarse la política relativamente en
serio, si no queremos que ella nos tome, a la gente del común, absolutamente en
broma”.
Claro que la contundencia y la precisión verbal de Sarrión ya
se reflejan magníficamente en los títulos de sus
libros: ‘Una tromba mortal para los balleneros’ (1975), ‘La cera que arde’
(1990), ‘Infancia y corrupciones’ (1993), ‘Jazz y días de lluvia’ (2002)… Afinaba
muchísimo. Y si no encontraba el título apropiado, se dejaba aconsejar por
colegas queridos; a Molina Foix le debe el hallazgo de ‘Teatro
de operaciones’ (1967).
Hoy me acuerdo de las participaciones del Moderno en
‘Qué grande es el cine’ —el programa televisivo de Garci—, donde, con porte
de senador romano, descodificaba obras maestras del séptimo arte, como ‘Juntos
hasta la muerte’ (Walsh), ‘Te querré siempre’ (Rossellini) o ‘Lawrence de
Arabia’ (Lean). Pero, sobre todo, recuerdo cuando me recibía en su piso de
la calle Alfonso XII; yo lo saludaba de este modo: “¡El novísimo!”, y él me
respondía: “¡No, no, ahora ya soy arqueológico!”. Tras las risas, nos
fundíamos en un cálido abrazo. Me acuerdo también de nuestros paseos por
El Retiro, como cuando me confesó que le parecía deleznable la actitud de
ciertos intelectuales que, autodefiniéndose de
izquierdas, se enorgullecían de no hacer uso del voto. “Así
siempre ganará la derecha”. Me lo decía con aquella voz cavernosa que no dejaba
indiferente a nadie.
En la última década nos alejamos. Un día, telefónicamente, me dijo
que daba por clausurada nuestra amistad, sin más explicaciones. Desconozco si
la causa fue algún malentendido o si su salud (entonces ya maltrecha) tuvo algo
que ver en ese distanciamiento, que para mí fue doloroso. En cualquier caso, siempre le estaré agradecido; son
muchas las enseñanzas que le debo.
¡Hasta siempre, querido Antonio! De todos mis amigos, tú
siempre serás —vital e
intelectualmente— el más inconformista.
(Publicado en El Progreso de Lugo, 18/09/2021)
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