José Ángel Valente (Ourense, 1929-Ginebra, 2000) es, además de un
clarividente ensayista, de un exquisito traductor y de un original narrador,
uno de los más grandes poetas de la segunda mitad del siglo pasado. Autor
integral, en su lírica se alían envidiablemente la fuerza epigramática, el
misterio oriental, el simbolismo contenido, el pensamiento más agudo o la
mística (materializada
con frecuencia en clave erótica).
José Ángel Valente y Claudio Rodríguez Fer. |
Inaugurada en 2000, la Cátedra Valente —que
dirige el escritor y profesor Claudio
Rodríguez Fer en la Universidade de Santiago— está llevando a cabo una encomiable labor de
investigación en la vida y obra del universal poeta ourensano. La última publicación
de la citada cátedra, Valente vital
(Ginebra, Saboya, París), es la segunda parte de la biografía del lírico y
corresponde a su periodo de madurez, prosiguiendo la senda iniciada
en Valente vital (Galicia, Madrid,
Oxford), donde se trataban los años de formación del autor en cuestión. En el segundo volumen, el propio
Rodríguez Fer y Tera Blanco de Saracho
se ocupan conjuntamente de la época pasada por Valente en Ginebra y en la Alta
Saboya francesa (1958-1982), cuando ejerció como funcionario internacional en
la OMS; por su parte, María Lopo
investiga la etapa del vate en París (1982-1984), donde dirigió servicios de
traducción de la UNESCO. La obra es el resultado del minucioso estudio del
archivo (decenas de dosieres, cientos de manuscritos, más de diez mil cartas) y
de la biblioteca de Valente, así como de numerosas entrevistas a parientes y
amigos del protagonista. Rodríguez Fer —editor de
la monografía—, Blanco de
Saracho y Lopo son reconocidos expertos en la literatura valenteana.
Portada del segundo tomo del proyecto Valente vital. |
Valente vital (Ginebra, Saboya,
París) es una extensa biografía
documental —más de 500 páginas— que yo recomendaría a todo amante de la poesía
contemporánea europea. Y no lo digo pensando sólo en las interesantes andanzas del
genio. Son determinantes las virtudes debidas expresamente a los tres
investigadores, como la elocución tersa. Merece la pena acentuar dicho aspecto,
porque lo frecuente, en un trabajo académico de estas características, es
chocar con la pedantería y con farragosas notas a pie de página. Me parece
ejemplar el capítulo desarrollado por Rodríguez Fer y Blanco de Saracho: en él
encontramos pasajes que, debido a su amenidad y a su poder evocador (nunca
reñidos con el rigor científico), parecen traídos de una narración contenida o de
una efectiva columna periodística. Ilustran dicha maestría las siguientes
líneas, que versan sobre uno de los más entrañables protagonistas de la poesía de
Valente:
“Durante los primeros años sesenta, en los que repiensa poéticamente su infancia, como pone en evidencia sobre todo en el libro La memoria y los signos, Valente adquirió en Ginebra, para sí mismo y no para sus hijos, un muñeco de trapo, al que llamará Pancho y que habría de acompañarlo hasta el final de su vida. Su aspecto vulnerable de pobre con remiendos, su oscura tez de paria y sus brazos abiertos en cruz le transmitieron una sensación de soledad, extranjería y desposesión con los que el poeta se sintió identificado.”
No es difícil hallar en la lírica de Valente ecos de
diversos ámbitos referenciales, como la pintura, la filosofía o la mística.
Claro que la palabra poética es autónoma, y, dada la organización rítmica del
género, el creador debe sugerir, más que explicar; lo expresó de forma soberbia
el propio Valente: “Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su
silencio”. Era necesario, pues, un estudio que mostrase meridianamente el rico universo
interdisciplinar valenteano; y, sin duda, el magnífico libro de Rodríguez Fer,
Blanco de Saracho y Lopo llena ese vacío. Porque dichos autores, además de
biógrafos minuciosos, ejercen de sagaces ensayistas culturales, como merece una
figura de la talla de Valente. Resulta revelador, por ejemplo, profundizar en
la intensísima relación amistosa e intelectual que el autor de A modo de esperanza mantuvo, durante su
estancia en Ginebra y en Saboya, con la filósofa María Zambrano, quien vivía, cuando ambos se conocieron, en los
Alpes franceses. En justas palabras de Rodríguez Fer y Blanco de Saracho,
“Zambrano y Valente comparten poética y metapoética porque comparten concepción
heideggeriana de la palabra originaria como morada del ser”. Bajo ese prisma,
el vate dedicaría expresamente a la filósofa un subyugante poema que concluye
así: “Luz, / donde aún no forma / su innumerable rostro lo
visible”. Las apasionadas referencias a lo originario, al enigma, a lo
invisible…, son constantes en la relación entre ambos intelectuales. Una
fascinante relación que se deterioraría en los 80, con Valente viviendo ya en
París.
En efecto,
los investigadores demuestran mucha pericia a la hora de complementar las
andanzas e inquietudes de Valente con significativos textos literarios y
periodísticos del propio protagonista, los cuales justifican la pureza del
escritor (jamás dejó de experimentar lingüísticamente, mientras otros colegas parecían
vivir pendientes de los resortes del poder gremial) o el compromiso del
ciudadano con su tiempo (participó en actividades antifascistas, criticó la
represiva Cuba castrista, se solidarizó con los pueblos indígenas masacrados en
el planeta…). Por supuesto, también contribuye a dibujar esos perfiles la
correspondencia —muy bien seleccionada— que mantuvo Valente con reputados
intelectuales; además de María Zambrano, desfilan por la biografía Emilio Adolfo Westphalen (uno de los
principales maestros de Valente), Juan
Gelman, Mario Vargas Llosa, Calvert Casey, Alberto Jiménez Fraud, Juan Goytisolo, José-Miguel Ullán, Bernard
Noël, Edmond Amran El Maleh…
La autenticidad de la
monografía valenteana es
tal, que servirá para desmontar el estereotipo. Efectivamente, en el
imaginario colectivo permanece un Valente arisco; este retrato se extendió a
través de las controversias generadas por algunos de sus artículos (recordemos aquél que publicó en ABC con motivo de la muerte de Zambrano),
fraguados desde la radical independencia que caracterizaba al autor. Pues bien,
leyendo el documentadísimo
capítulo de Rodríguez Fer y Blanco de Saracho,
más de uno se sorprenderá —creo yo— al descubrir la extrema generosidad de
Valente. Pondré un ejemplo relativo a su activismo político antifranquista: en
los 60, incentivado por militantes del FELIPE (el Frente de Liberación Popular,
al que Valente terminaría perteneciendo), el literato ofreció clases para
obreros españoles residentes en Ginebra, volcándose plenamente en la tarea. Valente,
junto a otros funcionarios internacionales, formaba a aquellos emigrantes no
sólo en el francés, sino también en la crítica social y la conciencia de clase.
Son bien reveladoras estas palabras del sindicalista gallego Suso Baamonde (quien por aquellas
calendas emigró a la República Helvética, donde trabó amistad con el poeta):
“Pocos intelectuales como Valente se acercaron verdaderamente al mundo de los
obreros, intentando educarlos”.
A
propósito, Valente —que llevó una vida tan cosmopolita— fue un firme defensor
del galleguismo. Constantemente preocupado por las condiciones sociales y
culturales de la comunidad gallega residente en Ginebra, el escritor promovió
el asociacionismo solidario, participando así en la fundación del Centro
Gallego de Ginebra (que daría paso a la Sociedade Emigrante A Nosa Galiza). Esa
intensa colaboración con el contingente inmigrante fue, sin duda, decisiva para
que el propio genio recuperase el cultivo literario de su lengua vernácula —que
es también la mía—. Ahí está la vibrante serie poética Cántigas de alén (Cantigas de más allá).
Por supuesto, Valente conjugó la generosidad y la solidaridad con un indudable
temperamento crítico. Expondré otro significativo ejemplo referido a su
activismo político: nuestro protagonista colaboraba con el Partido Comunista de
España (al igual que con toda la restante oposición a la dictadura de Franco),
pero esto no fue óbice para que denunciase, en un poema publicado en 1966, la
utilización propagandística que el citado partido hacía de su militante Marcos Ana:
“Mas él se limitaba al aprendido oficio
de dar fe ante los otros, decir lo consabido,
consolidar de prisa el argumento
(por lo demás de todos ya aceptado)
que a su causa servía.”
Marcos Ana, poeta proletario, llegó en 1961 a
Ginebra (donde conoció a Valente), siendo entonces el preso político español
que había pasado más tiempo —veintitrés años— en la cárcel.
Valente dijo, en un artículo, sobre su malogrado amigo
y colega Alfonso Costafreda: “Su
aventura fue, ciertamente, distinta”. Pues bien, esas palabras también podrían aplicarse
al propio Valente; no en vano, estamos ante el único escritor que fue sometido
a un consejo de guerra en la España de
Franco por un texto literario. El subversivo escrito —un
relato—
se titula “El uniforme del General” y está inspirado en un suceso acontecido
durante la Guerra Civil. Su autor, “declarado en rebeldía” en 1972 por no
presentarse al juicio correspondiente, fue privado de pasaporte y amenazado de
detención si pisaba suelo español: así pues, Valente pasó a tener —durante
tres años— categoría de exiliado, como tantos de sus amigos y maestros.
Al igual
que Ginebra (Saboya también pero en menor medida), París dejará su influjo en
la escritura de Valente, lo cual no es de extrañar: el autor de El fulgor formó parte del ambiente
cultural de ambas ciudades. Como explica la investigadora Lopo, París fue una
ciudad mitificada por el gallego en su deslumbramiento juvenil; sin embargo, al
poeta maduro se le hizo cuesta arriba su estancia en la capital francesa, pese
a que entonces vivía con su amada Coral
Gutiérrez (quien terminaría siendo su segunda y última esposa). Culpables
de esa fatiga vital fueron el frío y la falta de luz, así como los
parsimoniosos trámites judiciales del divorcio con su primera mujer (Emilia Palomo), que le obligaban a
desplazarse continuamente a Ginebra. Tal estado de ánimo queda reflejado en la
valenteana obra en prosa Palais de
Justice, que trata precisamente sobre el citado proceso de divorcio: “Aquí no
existe nada ni nadie más que el sumergido rumor de la mierda de los siglos
surcada por ejércitos de ratas”. (En esos términos se refiere Valente a París.)
Las palabras de Lopo son fundamentales, desde luego, para adentrarse de lleno
en la lacerante realidad de Palais de
Justice, texto que no se publicó íntegro, por cierto, hasta el pasado año.
La cuidadísima edición de Valente vital (Ginebra, Saboya, París), en tapa dura y con diáfana letra románica, viene presidida por dos obras de sendos pintores, colaboradores y amigos del protagonista: un dibujo del cubano Baruj Salinas y el logotipo que el catalán Antoni Tàpies cedió a la Cátedra Valente. Qué mejor manera de representar el carácter interdisciplinar de Valente, su condición de poeta universal.
[Artículo mío publicado en Revista de Letras (canal oficial de crítica y cultura de LaVanguardia.com), 09/02/2015]
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