
Su magistral uso de la luz hace vibrar sugestivamente los colores, marca –lejos de cualquier academicismo aséptico– el movimiento de las figuras, haciendo carne aquel verso del enigmático Pessoa: “Tengo una distracción animada”, que para mí es una de las más bellas declaraciones amorosas (espero dedicársela algún día a una chica merecedora de tal alabanza: las palabras y las imágenes son de quien las necesita). He pasado una mañana entera en el Museo del Prado, que acoge desde el pasado mayo (y hasta los primeros días de setiembre) una antología de la obra pictórica de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Madrid, 1923); ahora regreso a la vida real (bastante más estática, por cierto, que los cuadros impresionistas) y tengo la sensación de que me sobran muchos colores…


Desbordante. Pensándolo bien, no me sobran muchos colores. Tal vez debería -deberíamos, compañeros de viaje– plasmar más movimientos. Los que estamos divinamente condenados (como yo y como la mayor parte de los artistas, insumisos y soñadores) a convivir con ese estado emocional llamado melancolía, recurrimos a menudo al arte para construir un universo paralelo que resucite a aquellas personas, casas o sensaciones perdidas… El problema estriba en cómo hallar el equilibrio. Porque esa bilis negra (que dirían los griegos) a veces nos abaja –y denunciamos, rabiosos, tantas injusticias cometidas por un capitalismo salvaje que, pese a que hoy hace aguas, todavía es dignificado por esos señores de la guerra apellidados Bush y Aznar–, pero en otras ocasiones esa melancolía visionaria también nos eleva al olimpo –y bebemos, extasiados, los vientres más diáfanos de las musas– sin premeditar horario alguno…
Intuyo que Sorolla supo convivir (al menos así lo atestigua su obra) perfectamente entre esos extremos. Independientemente de la hora o del estado, su protagonista absoluta SIEMPRE fue la luz. Y eso es admirable. ¿Mujeres con geranios, espumosas playas mediterráneas o pescadores desangrados? Qué importa: son todos trabajos del artista. Condenados (poetas, pintores y cineastas) a ver sin ser vistos. Álvaro Cunqueiro, prodigioso periodista y novelista gallego, escribió: “El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba”. Exactamente.
Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 17/7/09)
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