Durante mi reciente estancia en Buenos Aires, tuve
oportunidad de leer La Plata Spoon River (Libros de la talita dorada),
novísima antología coordinada por el vate y defensor público platense Julián
Axat. Este poemario, que tiene como faro otra obra colectiva (Spoon River
Anthology, 1915), homenajea a las víctimas de la trágica inundación
acontecida en la ciudad de La Plata el 2 de abril del pasado año. Setenta y
seis creadores sudamericanos han llevado a cabo el merecido tributo.
En la mayoría de los epitafios que componen la obra, los poetas —como indica Axat en su atinado epílogo— se disfrazan, a la manera romántica, de médiums.
yo nunca imaginé que un día nadaría en la conciencia
de un poeta que escribe en busca de mi propia voz (...),
Escuchamos en La Plata Spoon River un clamor contra aquellos que no previeron los riesgos de la inundación; es muy representativo el arranque del poema de Conrado Yasenza, quien da voz a Felicita Morel:
Nadie pronunció mi nombre,
Felicita
sólo una nómina imprecisa,
el número diez en el primer listado
aquel que es fundamento de nuestros habituales cálculos
esos que no previeron la torva lluvia del mes cuatro
del año trece
la que se tragó la burocracia estatal
mientras el sol brillaba en Brasil.
sólo una nómina imprecisa,
el número diez en el primer listado
aquel que es fundamento de nuestros habituales cálculos
esos que no previeron la torva lluvia del mes cuatro
del año trece
la que se tragó la burocracia estatal
mientras el sol brillaba en Brasil.
Más dolorosas son aún las quejas de aquellas víctimas
que, andando las semanas, ni siquiera tenían categoría de cifra; esas quejas ponen
de relieve la existencia de “un procedimiento estatal espurio de
ocultamiento-adulteración de las defunciones ocasionadas por la inundación”, en
palabras de Axat. Fijémonos en estos eficaces versos de Gustavo Caso Rosendi
que homenajean a Alberto José Colombo:
Desde entonces permanezco en esta
orilla
donde cualquier rostro es igual a otro.
Y ahora no tengo nada.
Hasta la oportunidad de ser víctima
me han mezquinado.
Formo parte de una cifra
que hace agua por todos lados.
donde cualquier rostro es igual a otro.
Y ahora no tengo nada.
Hasta la oportunidad de ser víctima
me han mezquinado.
Formo parte de una cifra
que hace agua por todos lados.
El disfraz de médium puede ser tan válido como otro, y
todo tributo a las víctimas de una tragedia es, desde luego, justo. Pero la
bonhomía no siempre produce altos resultados en la poesía, un género que,
debido a su carácter fragmentario (determinado por el ritmo), lleva implícito
la necesidad de desbrozar el lenguaje. Digo esto porque no pocos de los poemas
antologados por Axat pecan de previsibilidad y de falta de contención
expresiva; esos defectos se condensan en el texto de Bruno Di Benedetto, que
trae el mensaje de Ana María Espósito Arpaio; he aquí dos estrofas del mismo:
Traté de llegar a mi casa
y no fue sencillo
(a los ochenta y uno el tiempo
es un hachazo en el tobillo)
y no fue sencillo
(a los ochenta y uno el tiempo
es un hachazo en el tobillo)
La calle se había vuelto río,
y caí
como quien le reza al vacío.
Tragué agua, barro, veneno
y frío, miedo, y frío.
Es igualmente ilustrador el melindroso camino que
recorre Abril Blázquez Cousirat para dar voz a Haydee Alejandra Manise:
Su
mirada de sol
era un faro en el horizonte.
La brisa la acariciaba,
con el canto de los pájaros se deleitaba.
era un faro en el horizonte.
La brisa la acariciaba,
con el canto de los pájaros se deleitaba.
Pero en La Plata Spoon River también hay,
aunque no abunden, hermosos hallazgos verbales. Me detendré en un verso de
Joaquín Piechoki y en un poema de Carlos J. Aldazábal. El verso de Piechoki
(por quien habla Rita Esther Cebey) es el siguiente:
¿no están las aulas de mi voz en
tu recuerdo?
Ésta es una frase en la que la dicción está regida por
la naturaleza misma del tema. Y es que la coruscante metáfora —la voz concebida
como una escuela— lleva implícito un cariz de eternidad, asociado con la evocación
de la infancia. Efectivamente, con el paso del tiempo, espoleados por la
nostalgia o por el arte, tendemos a dinamitar los límites de ciertos rincones
entrañables; ya lo decía Valle-Inclán: “Las cosas no son como las vemos, sino
como las recordamos”. Pues bien, yo creo que la metáfora de la voz demandaba,
para conquistar definitivamente la eternidad, ese sutil énfasis (la presencia
de un interlocutor) que Piechoki le dio; así, en mis oídos y en mi magín, el
eco de la difunta maestra no es un espacio, es el espacio: la infancia
por donde se filtra la poesía.
En el poema de Aldazábal, al contrario que en casi todos los
restantes epitafios de La Plata Spoon River, no es el muerto quien
habla. El yo poético de Aldazábal esboza la biografía de Filomena
Mannarino, ve su esperanzador sueño y, finalmente, a la manera del épico Miguel
Hernández, incardina el microcosmos de la difunta con la tragedia colectiva:
Yo busco por las ollas y responde
la pena.
No hay domingo ni pastas ni paz
para los muertos.
La aliteración —pastas y paz— potencia ese lamento, universalizándolo.
Estamos frente a un libro imprescindible para entender los diversos caminos de la nueva poesía política argentina.
[Artículo mío publicado recientemente en Espacio Juan L. Ortiz, revista literaria digital del Centro Cultural de la Cooperación, de Buenos Aires.]
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