Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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domingo, 19 de septiembre de 2021

LAS ENSEÑANZAS DE SARRIÓN

El pasado martes falleció, víctima de un infarto, el gran poeta Antonio Martínez Sarrión (Albacete, 1939), maestro y amigo de quien escribe estas líneas. Nos veíamos cada semana cuando yo vivía en Madrid. Hombre generoso, Martínez Sarrión me abrió las puertas de su casa, me dio valiosos consejos e, incluso, corrigió los poemas que acabarían formando parte de mi primer poemario, ‘Camas de hierba’ (2011); por todas estas razones y por el cariño que le tenía, Antonio figura en la dedicatoria del libro, junto a mis padres.  


De Martínez Sarrión aprendí, entre otras muchas cosas, que en la poesía las pausas deben ser más elocuentes incluso que las palabras, pues la naturaleza de este género es fragmentaria (se basa en el ritmo y la métrica, elementos que desplazan a la lógica, a la sintaxis). Como el erotismo, la lírica sugiere, no muestra, y eso estimula la imaginación del lector. Aún conservo algunas hojas con las correcciones que Antonio hacía a mis vetustos poemas: “Debes aumentar la tensión verbal por vía de la elipsis…”. Todo escrito a mano, por supuesto, con aquella letra de trazos alargados: una letra arborescente, tan propia de un hombre temperamental que, asimismo, atesoraba argumentos muy hondos.  


Como explicó sagazmente el crítico Prieto de Paula, la lírica de Martínez Sarrión se caracteriza por su sincretismo. En 1970, el creador albaceteño fue incluido por Castellet (prestigioso teórico) en su antología ‘Nueve novísimos poetas españoles’, la cual dio nombre a una generación, la de los Novísimos, que se opuso a la estética socialrealista, imperante hasta entonces en España. El joven Sarrión, muy influido por el surrealismo, aspiraba a romper el discurso lógico mediante procedimientos como el ‘collage’ o la desarticulación tipográfica. Fue en esa época cuando algunos de sus maestros —Benet, García Hortelano, Barral…— comenzaron a llamarle “el Moderno”. Fue también por aquellas calendas cuando Gil de Biedma, después de leer sus poemas, sorprendido, le preguntó: “¿Cómo coño puedes ser tan decadente, habiendo nacido en Albacete?”. En 1981, con la publicación de ‘El centro inaccesible’, se produce un punto de inflexión en la obra sarrioniana; a partir de ahí, nuestro protagonista empleará una dicción más transitiva y convertirá al amor en uno de sus ejes temáticos fundamentales. No obstante, los dos polos modernidad y tradición se complementan a lo largo de toda su trayectoria. Aunque los expresase de forma hermética, ya había sarcasmo y crítica social en su etapa juvenil, del mismo modo que no eliminó el culturalismo (solo lo atenuó) en su producción de madurez. Debido a ese sincretismo tan rico en matices, Sarrión me parece un autor esencial en la poesía española de las últimas cinco décadas. Es por eso que —amistad aparte— estudié su estilo en mi tesis doctoral.


Mi maestro también incursionó en la traducción (suya es una de las mejores adaptaciones al castellano de ‘Las flores del mal’, de Baudelaire), el memorialismo o el ensayismo. Yo tengo especial debilidad por sus diarios, que están llenos de aforismos clarividentes; citaré uno perteneciente a ‘Esquirlas’ (2000): “Es preferible tomarse la política relativamente en serio, si no queremos que ella nos tome, a la gente del común, absolutamente en broma”. 


Claro que la contundencia y la precisión verbal de Sarrión ya se reflejan magníficamente en los títulos de sus libros: ‘Una tromba mortal para los balleneros’ (1975), ‘La cera que arde’ (1990), ‘Infancia y corrupciones’ (1993), ‘Jazz y días de lluvia’ (2002)… Afinaba muchísimo. Y si no encontraba el título apropiado, se dejaba aconsejar por colegas queridos; a Molina Foix le debe el hallazgo de ‘Teatro de operaciones’ (1967).


Hoy me acuerdo de las participaciones del Moderno en ‘Qué grande es el cine’ el programa televisivo de Garci, donde, con porte de senador romano, descodificaba obras maestras del séptimo arte, como ‘Juntos hasta la muerte’ (Walsh), ‘Te querré siempre’ (Rossellini) o ‘Lawrence de Arabia’ (Lean). Pero, sobre todo, recuerdo cuando me recibía en su piso de la calle Alfonso XII; yo lo saludaba de este modo: “¡El novísimo!”, y él me respondía: “¡No, no, ahora ya soy arqueológico!”. Tras las risas, nos fundíamos en un cálido abrazo. Me acuerdo también de nuestros paseos por El Retiro, como cuando me confesó que le parecía deleznable la actitud de ciertos intelectuales que, autodefiniéndose de izquierdas, se enorgullecían de no hacer uso del voto. “Así siempre ganará la derecha”. Me lo decía con aquella voz cavernosa que no dejaba indiferente a nadie.


En la última década nos alejamos. Un día, telefónicamente, me dijo que daba por clausurada nuestra amistad, sin más explicaciones. Desconozco si la causa fue algún malentendido o si su salud (entonces ya maltrecha) tuvo algo que ver en ese distanciamiento, que para mí fue doloroso. En cualquier caso, siempre le estaré agradecido; son muchas las enseñanzas que le debo.


¡Hasta siempre, querido Antonio! De todos mis amigos, tú siempre serás —vital e intelectualmente— el más inconformista. 



(Publicado en El Progreso de Lugo, 18/09/2021)

lunes, 13 de septiembre de 2021

SAFO, LA INSUPERABLE

        Leo en un fragmento de Safo, la primera poetisa del mundo occidental: “No está permitido quejarse en la Casa / de las Servidoras de las Musas; / las quejas no son dignas de nosotras”. La Casa de las Servidoras de las Musas era el nombre de la academia femenina donde Safo instruía, en oratoria, canto, baile, literatura, costura o protocolo, a selectas muchachas de la isla griega de Lesbos. También les enseñaba a confeccionar coronas y colgantes de flores, objetos que en la lírica sáfica adquieren valores simbólicos (léase el poema ‘Dones de la memoria’). Y todas ellas, maestra y discípulas, rendían tributo a Afrodita, la diosa de la belleza, la sensualidad y el amor.

        Así, en aquel contexto de la Antigua Grecia, Safo refinaba a sus pupilas y las convertía en mujeres activas, con voz propia. Como explica la poeta y filóloga clásica Aurora Luque, que tradujo con tino la poesía de Safo, los vínculos entre la maestra y sus discípulas “presentan una gran riqueza de matices”; no solo son vínculos pedagógicos, culturales y religiosos, sino también amistosos y, en algunas ocasiones, hasta eróticos y amorosos, como queda reflejado en su lírica. Atis, Gónguila, Mica, Gurina, Albantis o Iranna son los radiantes nombres de algunas de las musas y amadas de Safo. A ellas les dedicó versos memorables, desde los sabores de la plenitud, la melancolía o los celos, como en este ejemplo: “No es justo, Mica, de tu parte. / Pero a ti yo no voy a renunciar. / Has elegido el amor de las Pentílidas, / niña de mal carácter. / Mas nosotras / ...un dulce canto... / ...de sonido de miel... / ...silbadores vientos... / ...húmeda de rocío...”. Algunas de aquellas muchachas —hoy podríamos llamarles ladies, debido a su refinamiento— terminarían casándose en la ciudad de Sardes, desde donde enviarían cariñosas palabras a sus compañeras y a la maestra, añorando las intensas experiencias vividas en la academia. Por cierto, tan famosa fue Safo en la antigüedad, que el término ‘lesbianismo’ se debe a su lugar de procedencia. Safo de Lesbos.

        Pero Safo no fue solamente una mujer tierna y propensa a enamorarse; de fuerte carácter, se implicó en las luchas contra el dictador Pitaco, lo que le obligó a exiliarse en Sicilia, cuna de la oratoria. Más de un lustro después, volvería a Lesbos y fundaría la prestigiosa Casa de las Servidoras de las Musas.

        Esas convicciones firmes dejan en su poesía un poso de ética que admiró Aristóteles, quien cita en su ‘Retórica’ uno de los más rotundos fragmentos sáficos, explicando que todas las cosas que son nobles deben expresarse con valentía, mientras que las palabras y acciones que nos dan vergüenza son, en el fondo, vergonzosas: “Quiero decirte algo, / pero la vergüenza me lo impide… // Si desearas algo bueno o bello / y no tuvieras nada malo / en la punta de la lengua, / la vergüenza no te haría bajar los ojos / y hablarías con justicia”.

        Safo escribía poesía para ser cantada con el acompañamiento de la lira. Pero de su intensa obra no se conserva casi ningún texto completo, por eso he hablado de “fragmentos”. Lo poco que queda ha llegado a nosotros gracias a las citas de autores tardíos que la admiraban (como el propio Aristóteles, Horacio o Séneca) y a deteriorados papiros. Su obra —nueve libros— estaba compilada en la biblioteca de Alejandría y se utilizaba en la enseñanza, pero el papa Gregorio VII, en 1073, ordenó quemar los manuscritos, al considerarlos obscenos y pecaminosos. El cristianismo medieval, summum de la intolerancia, no podía consentir que una mujer cantase al amor entre iguales… Pero el legado de la “décima musa” —como la denominó Platón— es inmarcesible. Su belleza podría compararse a la de la Venus de Milo: incluso amputada, te estremece, te corta el aliento…

       Tras la apertura moral que trajo consigo el Renacimiento, Safo fue reivindicada por poetas como Petrarca, Ronsard, Lord Byron, Leopardi, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, Rilke, mi admiradísimo Ezra Pound —quien la consideraba dentro del “meollo” de la poesía, al lado de Catulo o Villón—, Alfonsina Storni, etcétera. En la actualidad, la huella de Safo puede percibirse claramente en Clara Janés o Luis Alberto de Cuenca. Además, hoy Safo es celebrada incluso por un público que no ha profundizado en el ámbito lírico. Su estilo llega porque es directo y, a la vez, delicado: como un beso en la frente. Yo recomendaría las versiones al español de la ya mencionada Aurora Luque (‘Poemas y testimonios’, Acantilado, 2020) y de Pau Sabaté (‘No creo poder tocar el cielo con las manos’, Penguin Random House, 2017). El primer libro reúne la poesía completa conservada de Safo; el segundo es una pequeña antología muy sugerente. El pasado año le descubrí a una veinteañera amiga la obra de la genia griega; y hace unos días, parafraseando el título que Luque puso a un fragmento sáfico, me confesó: “Safo es mi insuperable”. De haber coincidido en tiempo y espacio, esta lady boliviana —extremadamente sensible— hubiera sido una de las aventajadas discípulas de la fundadora de la Casa de las Servidoras de las Musas. No me cabe duda.


(Publicado en El Progreso de Lugo, 13/09/2021)