Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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lunes, 30 de noviembre de 2009

Ángel Rubio y la industria de los videojuegos, de paso

Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. 20 de noviembre de 2009. Celebración del seminario internacional “Sociedad de la Información e Industrias Culturales en los Países Nórdicos”. Tras una serie de ponencias que versaban sobre temas decididamente académicos (a saber: “Las industrias no-creativas. Pasado, presente y futuro de los derechos de autor y la comunidad”, “Industria del libro, bibliotecas y archivo digitales nórdicos en Internet”, “Análisis económico de contenidos online. Cine en la Red en España y en los Países Nórdicos con especial referencia a Suecia”…), irrumpió en la Sala de Conferencias un Ángel Rubio decidido a deleitar a las nuevas generaciones. “La industria de videojuegos con especial referencia a Internet”, el tema elegido para abordar su ponencia, indudablemente lúdica (por la perfecta imbricación entre la forma –no disimuló el profesor sus pasiones alimentadas en la infancia, una etapa de la que confiesa, a sus 35 años, no haber salido– y el contenido), jugó a su favor.

En la segunda mitad de los 70, cuando se fraguó en nuestro país la deseada rotura de un paradigma, cantaba Luis Eduardo Aute en boca de Ana Belén: “¡Que no, que no, que el pensamiento no puede tomar asiento…!”. El sector de los videojuegos también está “de paso”, en continuo crecimiento y evolución, gracias al desarrollo de nuevos dispositivos y plataformas (videoconsolas, telefonía móvil, ordenadores…). Y Rubio –director de LA HUELLA DIGITAL y estupendo profesor, en la mentada Facultad, de asignaturas tan volubles y voluminosas como Historia del Periodismo Universal o Historia del Periodismo Español– demostró que no se duerme en los laureles al aseverar: “No hay mejor forma de aprender que hacerlo jugando”.

Pues el videojuego –que nació, dedicado al tenis, en 1958– ya no cumple hoy únicamente –pese a ser claramente un medio de masas– ese vilipendiado cometido llamado evasión. A pocos nos extraña hoy que en más de una asignatura (Educación Física es el caso más notorio) el videojuego se haya convertido en un recurso educativo de vital importancia. Incluso en el ámbito universitario podemos encontrar útiles aplicaciones de este dispositivo electrónico: no hay más que pensar en una carrera científica como la Economía, y, por extensión, en la ardua situación actual (crisis mundial). ¡Cuántas nuevas vías se abren para experimentar sin riesgos añadidos!

Se ha hablado mucho del tratamiento explícito, en el sector, de contenidos inapropiados (violencia, sexo, maltrato…), así como de otras dificultades ineludibles, tales como los problemas de integración social ocasionados por el exceso de uso. Pero no es menos cierta la importancia que posee el videojuego en la (incesante) formación del personal médico. No en vano –como recordó Rubio basándose en los “Archives of Surgery” (2007)–, los cirujanos que utilizan videojuegos frecuentemente son un 27% más rápidos y cometen un 37% menos de errores que los que no juegan. Del mismo modo, la videoconsola (creada, por cierto, en 1974) y el ordenador son útiles para superar trastornos psicológicos, adicciones y accidentes (rehabilitación), entre otros traumas. Así las cosas, la edad media de los usuarios ha aumentado a los 35 años, algo impensable en la década pasada.

Este feliz contraste (el videojuego visto como una poderosa herramienta en el área real) también se materializa en la empresa (donde se crean actualmente no pocos espacios de ocio) y, evidentemente, en la familia. En ese sentido, el 35% de padres juegan con sus hijos al videojuego. Un pretexto ideal para comprobar los contenidos que alimentan las mentes infantiles. Para solucionar sus dudas. Para enseñarles –y para aprender– divirtiéndose.

En fin, como diría Aute (esta vez en boca de un lúdico –que no ludópata– Ángel Rubio), “Quien pone reglas al juego, / se engaña si dice que es jugador: / lo que le mueve es el miedo / de que se sepa que nunca jugó”.



Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 30/11/09)

domingo, 22 de noviembre de 2009

Novia de nadie


Pero, ¡cómo voy a perder
yo el tiempo escribiendo
para camelarte!
Mi intención única
es que, al verte pasar,
algunos de tus profesores
exclamen
(a medio camino
entre la excitación
y la pavura):
¡Ahí va Alba,
la novia de nadie!

Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 22/11/09)

sábado, 21 de noviembre de 2009

«San Tirso del Eo» premia al gaitero Clemente Díaz

La asociación cultural San Tirso del Eo, de San Tirso de Abres, ha premiado con el galardón «Terra viva» a Clemente Díaz, gaitero ibiense de 93 años. El premio se otorga cada año a una persona, institución o grupo civil que destaque por su apoyo a la cultura tradicional propia de la comarca Eo-Navia, informa H. A.

(La Nueva España, 21/11/09)

viernes, 6 de noviembre de 2009

Godard, el creador que nunca dejó de ser crítico

Un eminente profesor de la Facultad de Ciencias de la Información me recriminó en cierta ocasión los “saltos abruptos de plano” y los “consecuentes cambios de sonido” derivados de la humilde grabación (tan sólo poseía mi cámara digital –de fotos con opción para grabar vídeo, entiéndase– y alguna que otra idea formal y pasional) de un espontáneo cortometraje. Yo, como admirador de ese cineasta antiacadémico –y deudor de la mejor serie “B”– llamado Jean-Luc Godard (París, 1930) que soy, me tomé, evidentemente, aquel reproche como un halago. Cuarenta y nueve años han pasado (quién lo diría) desde el estreno del asombroso filme godardiano Al final de la escapada (À bout de souffle)… Y, como ven, a ciertos sectores de la crítica más académica todavía les cuesta reconocer la valía innovadora de un cineasta tan poco respetuoso (sería injusto obviarlo) con los ilustres modelos de prestigio.

El desvergonzado Godard (a quien es capital enmarcar en la Nouvelle vague –Nueva ola–, ese movimiento surgido entre grupos de jóvenes y descontentos cineastas –Truffaut, Rohmer, Chabrol…– en Francia hacia 1960: todo un preludio de la Revolución de 1968) comenzó su carrera cinéfila dedicándose a la crítica en la prestigiosa revista francesa Cahiers du cinéma. En sus escritos, en sus miradas encendidas, tomaba (a fin de dinamitar la estructura formal más anquilosada y aséptica del cine francés de entonces) como referentes a Nicholas Ray, a Bergman o al Siegel de La invasión de los ladrones de cuerpos. Artesanos elegantes e inquietos que dominaban el montaje.

A Godard le debemos algunas de las técnicas hoy consideradas estándares (pero que en aquella época destilaron, en efecto, heterodoxia), como el rodaje de secuencias cámara en mano, sin iluminación especial, con planos acrobáticos (que derivaban no pocas veces en los temidos saltos), así como el uso de diálogos tan espontáneos y reales que parecían improvisados. Un rodaje tan personal, ligero y económico (en Al final de la escapada, el director de fotografía forjó los bulliciosos travellings valiéndose de una silla de ruedas que reemplazaba los clásicos raíles) venía a demostrar algo obvio: las ideas están por encima de cualquier efecto afectado. De eso también sabían mucho el propio Siegel o mi amado Boetticher.

De Godard lo mejor que puede decirse (para suscitar la curiosidad en el joven espectador) es su autodefinición: “Como crítico, ya me consideraba un cineasta. Hoy sigo considerándome un crítico y, en cierto sentido, lo soy aún más que antes” (Cahiers du cinéma, nº 138, diciembre de 1962). Ciertamente el articulista Godard, aun cuando no había rodado ningún filme, era un auténtico cineasta, porque, como diría Octavio Paz refiriéndose al poeta, al enfrentarse con el lenguaje, se enfrentaba con los fundamentos mismos del mundo. Asimismo, Godard, cámara en mano, siguió siendo un crítico, pues rodaba ensayos con forma de novela o novelas con forma de ensayo: “Simplemente –precisaba el propio Godard–, los ruedo en vez de escribirlos”.

Analítico y emocionante, elegante e irreverente, inocente (un artista jamás debe perder la capacidad de asombro) y sesudo, vitalista y melancólico, este paradójico creador-crítico jamás tuvo reparos en combinar la ficción con algunas partes prácticamente documentales (irrumpiendo, a veces, en la historia mediante sus propios comentarios), en revitalizar las facultades del collage y de la cita, en pasar de un concierto de Bach a un concierto de cláxones, en celebrar deliberadamente los más extremos cambios de tonalidad en una misma secuencia (dinamitando la tradicional concepción del raccord), en liberar a sus personajes para entregarlos –detenida la acción– al juego, a la charla, al baile, a la voluptuosidad… ¿El resultado? Un inquietante “híbrido entre el retrato íntimo de la pareja en su trabajo y la elaboración de un pensamiento sobre la historia”, escribe acertadamente Jacques Mandelbaum, crítico cinematográfico de Le Monde.

Y es que Godard fue ante todo un romántico plenamente consciente de su anacronismo. Al final de la escapada expresa magníficamente (incluso de manera más explícita que la fundacional Los cuatrocientos golpes, 1959, de Truffaut: estoy de acuerdo con Mandelbaum) ese sentimiento tan melancólico de haber llegado demasiado tarde a su labor. Una labor creadora y crítica que, de emplearse el montaje adecuado, podría haber cambiado –según él– el curso de la Historia. Así concebía el cine Godard, llevando hasta el extremo sus tesis a partir de la segunda mitad de los 60, cuando forjó (aun a costa de sacrificar buena parte de su público) una serie de películas con pronunciados tintes maoístas y marxistas-leninistas (pese a la indiscutible calidad y a la premonición acertada que auguraban, confieso que me resultan un tanto pedantes, al igual que Pierrot, el loco, filme de transición), ideologías muy en boga de la juventud e intelectualidad parisina en aquellos años.

Utopías aparte, este controvertido cineasta cambió para siempre nuestra manera de mirar. Lo cual no es moco de pavo, si aquel eminente profesor me permite la espontaneidad.

Filmografía recomendada: Al final de la escapada (1960); Vivir su vida (1962); Banda aparte (1964); Lemmy contra Alphaville (1965); Pierrot, el loco (1965) y Week-end (1967).







Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 6/11/09)

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Una "historia gallega" de Cunqueiro

Jenaro Pedreiras

Por ÁLVARO CUNQUEIRO[i]

Vivía en una pequeña ciudad gallega, no recuerdo si en Tuy o en Betanzos, o quizás viviese en una villa antigua como Noya o Ribadavia. Salía a pasear por las estrechas calles o la plaza, muy saludador de los vecinos. Y de pronto subiendo o bajando por una rúa, o cruzando bajo unos soportales, se daba cuenta de que detrás de él venía don Fulano o el Señor Mengano. No es que le hubiese visto, ni oído hablar ni reconocido por los pasos. No. Era un sentido especial que Jenaro Pedreiras tenía y que le hacía saber que unos metros más atrás de él caminaba don Fulano o el señor Mengano. Eran antiguos. Se saludaban, conversaban del tiempo o discurrían sobre las noticias del mundo que venían en el periódico. Jenaro Pedreiras no decía nada a nadie de este sentido suyo tan especial que le delataba sus seguidores. Esa era la palabra justa: seguidores. Porque, ahora se daba cuenta de que esos que él advertía que seguían sus pasos, y lo seguían verdaderamente. Es decir, lo vigilaban, o aun más concretamente, lo espiaban. ¿Había hecho algo Jenaro que exigía que fuese vigilado, espiado, por sus convecinos? No, no tenía nada que reprocharse. Ni de política, ni de asuntos de dinero, ni de amores clandestinos. Su sexto o séptimo sentido llegaba a advertirle cuando se despertaba por las mañanas:

–Hoy vas a ir por la calle de San Martín, y te va a ir siguiendo el sastre Donato.

Y Jenaro Pedreiras se vestía y calzaba, desayunaba y salía a la calle, y bajaba hasta San Martín. Saludaba a la señora Mercedes que estaba poniendo a la puerta de su tienda las manos de grelos y los repollos, y media docena de quesos, y al dependiente de la ferretería, que sacaba los tableros del escaparate. Nadie subía ni bajaba por la calle. Doblaba la esquina de la plaza, y esperaba. Y efectivamente, saludando también a la señora Mercedes y al dependiente de la ferretería, aparecía el sastre Donato… Habiendo realizado varias experiencias de este tipo, Jenaro Pedreiras decidió burlar a sus seguidores. Se escondía en este o en aquel portal, echaba a correr y entraba en una iglesia, o se ocultaba tras el grueso tronco de los negrillos de la alameda. Pero, quizás no fuese bastante lo que hacía para despistar a sus seguidores. Tenía que disfrazarse. Adquirió barbas postizas y un bigote a lo káiser, gafas negras, y buscó en un armario ropa de mujer, que fuera de sus madre. Y así salió a la calle de barbudo, y no lo seguía nadie, y otro día de bigotudo y con gafas, y tampoco. El barrendero municipal lo miró con alguna extrañeza, pero no lo saludó ni dijo nada. Otro día se decidió a salir vestido de mujer. Vistió ropas de su madre, que era de su misma talla, y se puso, bajo un pañuelo de seda negro, la peluca que comprara en Santiago. Y salió de medio tacón a la calle, medio embozado en una toquilla. Paseó por dos o tres calles. Era mirado con curiosidad, pero nadie lo seguía. “Me miran porque me encuentran forastera”, se decía a sí mismo Jenaro. Cruzó la plaza y regresó a su casa. Y cuando entraba en ella se le acercó el carpintero que tenía su taller enfrente:

–¡Nunca creí que tuviese tanto humor, don Jenaro! ¡Mire que a sus años disfrazarse de señora viuda un martes de Carnaval! ¡Y muy apropiado, con sus medias caladas y su zapato de medio tacón!

A Jenaro Pedreiras, con tanta preocupación por el espionaje de que era objeto, se le había pasado que estábamos en Carnavales.

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[i] CUNQUEIRO, Álvaro: Las historias gallegas, Paréntesis, Sevilla, 2009.