Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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domingo, 26 de julio de 2009

¿Reivindicar lo evidente?


Sí, ya sé que la temporada 2008-09 ha tocado a su fin. Pero da la impresión de que los fichajes multimillonarios de los ahora madridistas Cristiano Ronaldo, Benzema y Kaká son equiparables al éxito cosechado en el terreno de juego hace apenas dos meses por el equipo de ese fascinante tipo que ve espacios en vez de piernas (qué razón tiene el colorido prosista Manuel Vicent), Pep Guardiola. Y no me refiero exclusivamente a los más de 75000 aficionados que llenaron recientemente el Bernabéu (eso es hasta cierto punto comprensible, en tiempos de sequía) para recibir al gran fichaje blanco: sin levantarme de la cama reproduzco, adecentando un poco la puntuación, el nick del Messenger de un contacto conocido: “Nosotros ya tenemos nuestro triplete: Cristiano, Kaká y Benzema. ¡Gracias, tío Florito!”. Vamos, que para algunos todo (incluso la pasión o el sentimiento) se consigue con dinero…

También sé que hoy esa temible dictadura de la imagen –que camuflamos bajo el selecto extranjerismo marketing– lo hace todo. Que si Cristiano Ronaldo (envanecido, apuesto, alhajado, presuntuoso…) gustaba a unas cuantas, ahora –que lo vemos marcando sus atributos en los telediarios, y esto sólo es el prefacio– será el sueño platónico de las otras. Como escribí en verso hace uno mucho, “(…) cuando crecimos, comprobé (para mi daño) / que a la mayoría, más que ver lo que les gustaba, / les gustaba lo que veían, fuese lo que fuese.” ¡Amiguitas fastuosas e ignaras!

Vivimos en una sociedad desmemoriada (¿alguna de las de antes se acuerda, por no salirnos del campo, del exquisito Julen Guerrero, antaño laureado cual atleta griego?), ya lo sé. No está de más recordar que la mayoría de futboleros que conozco, merengues o no, hace apenas dos meses loaban la inteligencia de Guardiola, el juego en equipo, el toque, el formidable trabajo de la cantera (¡siete jugadores habituales en el once titular del Barça se criaron en La Masia!), y, por extensión, la combinación entre el talento, la humildad y el esfuerzo. ¿No llegaron algunos empresarios a afirmar que los triunfos de los chicos de Pep deberían extrapolarse a cualquier ámbito colectivo de la sociedad con afán de progresar? Será que los maravillosos Xavi, Iniesta y Messi (ahora tan injustamente eclipsados) no son muy glamurosos: más bien bajitos, educados, comprometidos, nunca nos sorprenden con peinados estrafalarios ni declaraciones pretenciosas… Clases medias, en fin, que, a base de sacrificio y aptitud, están consiguiendo (sin extranjerizar el nombre) en su terreno todo lo que se proponen.


Guardiola –que ejerció de recogepelotas en el Camp Nou y luego se labró una de las carreras más brillantes como futbolista de equipo en los últimos tiempos– declaró hace una década que, si un día llegaba a entrenar al club de sus amores, aplicaría (y es lo que está haciendo, con retoques adecuados: digamos, mejor, reinventaría) el modelo que en los 90 implantó el genial Cruyff, al que se le recuerda, aparte de los títulos, “por su estilo, por el toque, con el sello tan especial”. El poeta Luis Cernuda dejó escritos unos versos que me recuerdan mucho a mi querida madre y que a Pep (un hombre culto, elegante y sensible) también le irían estupendamente: “Creo en mí mismo, / porque yo algún día seré todas las cosas que amo.” Doy desde aquí las gracias a todos ellos por preservar un estilo, un sello tan especial e intransferible, una mirada que me alumbra y me calienta en estos días cual hoguera del Oeste. Unos días en que vuelve a ser necesario (todo cambia para volver a ser lo mismo… o peor) reivindicar lo evidente, no lo hipotético, utópico o metafórico. Así están las cosas, chico…

Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 26/07/09)

viernes, 17 de julio de 2009

Sorolla creía que toda hora era alba


Su magistral uso de la luz hace vibrar sugestivamente los colores, marca –lejos de cualquier academicismo aséptico– el movimiento de las figuras, haciendo carne aquel verso del enigmático Pessoa:Tengo una distracción animada”, que para mí es una de las más bellas declaraciones amorosas (espero dedicársela algún día a una chica merecedora de tal alabanza: las palabras y las imágenes son de quien las necesita). He pasado una mañana entera en el Museo del Prado, que acoge desde el pasado mayo (y hasta los primeros días de setiembre) una antología de la obra pictórica de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Madrid, 1923); ahora regreso a la vida real (bastante más estática, por cierto, que los cuadros impresionistas) y tengo la sensación de que me sobran muchos colores…

La luz de Sorolla hiere, esconde –en la aparente calma del horizonte– vidas golpeadas por el mar, margaritas que se vieron forzadas a matar a sus vástagos para ocultar tantos amores pendencieros, infantes tullidos (por obra y gracia del Señor) que se sumergen en el mar bajo la vigilancia de un fraile… La luz hiere, pero, como no me basta con mirar, intento asirla, condensarla en la mente y en los sentidos… Al final, caigo en la tentación: y me traigo del Prado una prueba tangible, a fin de compartir con mis seres queridos esa espontaneidad saludable (incluso las tragedias sorollistas desprenden calidez), como escribió en el lejano 1908 el crítico Ángel Vegue y Goldoni en las páginas de La Lectura (una revista de las artes y de las ciencias en la que colaboraron no pocos personajes adscritos o cercanos a la Generación del 98). La prueba espontánea es una lámina que lleva por título “La siesta”. Fechada en 1911, no reproduce la obra más representativa o dolorosa de Sorolla. Poco me importa. Como si se tratase de una foto en picado (lo que distinguía a Sorolla de otros maestros de la época era, principalmente, el encuadre), cuatro figuras femeninas descansan, indolentes, bajo el sol. Apenas hay aire en esta visión, dando una sensación de reposo, de pereza, de pesadumbre, de frondosidad… Sin embargo, a pesar de todos los calificativos (propios de una hora tan bucólicamente mundana como la siesta) empleados en la oración anterior, la perspectiva del cuadro es absolutamente dinámica y sirve de contrapunto. ¿El resultado? Fíjense en esas telas tan luminosas (desperdigadas por el cuadro) o en la vivísima hierba: ¡una sensualidad desbordante!


Desbordante. Pensándolo bien, no me sobran muchos colores. Tal vez debería -deberíamos, compañeros de viaje– plasmar más movimientos. Los que estamos divinamente condenados (como yo y como la mayor parte de los artistas, insumisos y soñadores) a convivir con ese estado emocional llamado melancolía, recurrimos a menudo al arte para construir un universo paralelo que resucite a aquellas personas, casas o sensaciones perdidas… El problema estriba en cómo hallar el equilibrio. Porque esa bilis negra (que dirían los griegos) a veces nos abaja –y denunciamos, rabiosos, tantas injusticias cometidas por un capitalismo salvaje que, pese a que hoy hace aguas, todavía es dignificado por esos señores de la guerra apellidados Bush y Aznar–, pero en otras ocasiones esa melancolía visionaria también nos eleva al olimpo –y bebemos, extasiados, los vientres más diáfanos de las musas– sin premeditar horario alguno…

Intuyo que Sorolla supo convivir (al menos así lo atestigua su obra) perfectamente entre esos extremos. Independientemente de la hora o del estado, su protagonista absoluta SIEMPRE fue la luz. Y eso es admirable. ¿Mujeres con geranios, espumosas playas mediterráneas o pescadores desangrados? Qué importa: son todos trabajos del artista. Condenados (poetas, pintores y cineastas) a ver sin ser vistos. Álvaro Cunqueiro, prodigioso periodista y novelista gallego, escribió: “El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba”. Exactamente.

Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 17/7/09)



miércoles, 8 de julio de 2009

Un artículo de Álvaro Cunqueiro

Volando con el trueno*


Estatua de Álvaro Cunqueiro sita en su Mondoñedo (Lugo) natal

Hace exactamente dos años que me senté a esta misma máquina, en la redacción de «Faro de Vigo», a escribir mi primer artículo de esta ya quizás excesiva serie de «El envés». Y lo titulaba así: «Volando con el trueno». No lo quiero releer. Supongo que hablaría de Cuchulain, y del arcángel Izrail, y del enano secreto del Basileo, y del mago Virgilio, tan famoso en la Edad Media romana, leyenda del Virgilio latino de la melancolía geórgica y de los viajes de Eneas, el último nostos de la diáspora troyana. Escribí aquel artículo porque aquel día abría sus rayos una tormenta en el fondo de saco de la ría, sobre la isla de San Simón y el Berdugo, bajo la puente militar de Sampaio -escribíamos Berdugo con B, que es lo propio-, y sonaba el trueno solemnemente, lo mismo que hoy, en que me cogió la tronada en las afueras, sentado entre boticarios, comiendo honestamente en honor de su presidente provincial, Domingo Fernández del Riego, bajo una parra de alicante morisco, que por cierto abre muy bellamente y es la tal para una sombra de mayo. Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.

Cuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano. Era el príncipe de los nubeiros entre los gaélicos, de esos humanos que arriendan el rayo, o como Emil, el sobrino de Diterico de Berna, lo saben transformar en rutilante espada o en larga lanza. No sé dónde leí -que ya van olvidados los más de los libros, compañeros de mocedad- que en Zelanda, en las aldeas, los labriegos y pescadores cebaban a una mujer, la cual, engordando, con sus mantecas ahuyentaba la chispa. He sido una vez, en el País Vascongado, dueño de una piedra serpentina, de una ofita, que procedía de cabaña de pastor pirenaico, en la cual hacía oficio de espantarrayos en los días tormentosos, y en las horas calmas servía para, calentada en las brasas y metida luego en la olla de barro, ayudar a hervir presto a la leche, a la que daba un sabor peculiar. Los vascones le llaman a la piedra serpentina cincunegui, que vale por «piedra de la cigüeña». También la Ciconia alba, en las altas torres donde anida, preserva del rayo...

Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.

De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil. Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra...». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.

*CUNQUEIRO, Álvaro: Viajes imaginarios y reales, Tusquets Editores, Barcelona, 1986, págs. 16-7.