Cando
era cativo, encantábame visitar a oficina de papá. Presidía o ambiente unha
enorme fotocopiadora, que, para min, era unha máquina de facer maxia: o
trasunto do mundo. Os segundos previos á saída da fotocopia vivíaos con gran
emoción, imaxinando con que nitidez se reproducirían a imaxe e o texto (as
letras románicas, cos seus adornos, presentaban un maior nivel de dificultade).
Moito me gustaba aquel olor metálico e picante que desprendía a fotocopiadora!
Amontóanseme os recordos con motivo da xubilación do meu pai, Fernando Acebo. Durante as últimas tres décadas, papá desempeñouse como auxiliar administrativo no concello do noso Santiso de Abres natal. Non me cega a paixón filial ó dicir que foi un funcionario exemplar. Incontables veces vino atender fóra do seu horario laboral os veciños. Chamábano ao móbil mentres ía conducindo ("Fer, poderías facerme un favor?"), tocaban o timbre da nosa casa, espertábano da sesta —que para el é sacra—, e sempre respondía cun sorriso. Facía todo o que estaba na súa man para orientar ós santiseiros e facilitarlles os trámites burocráticos.
Non tardei en darme conta de que
papá, no seu ambiente de traballo, representaba todo o contrario a un
arribista, o cal é moito dicir, tal e como están as cousas. Trataba da mesma
maneira a un bolseiro, a un concelleiro, a un alcalde ou a un presidente
autonómico. Era disciplinado pero non severo, por iso fixo grandes amigos nas
oficinas. Lémbrome de cando Isabel Lastra pechou un exitoso ciclo como
secretaria do concello de Santiso. Aquela tarde, ó volver do traballo, papá
sentou nas escaleiras da nosa casa e rompeu a chorar. "Vou botar moito en
falta a Isabel; xa nada será o mesmo sen ela", confesoulle a mamá. Nos
anos 90 e nun contexto eminentemente rural, onde o machismo contaminábao todo,
non era habitual que un home dese renda solta ás súas emocións, por iso esa
escena impactoume e influíume moito.
Dicía papá, referíndose a Isabel,
que unha excelente profesional é insubstituíble, pois o factor humano marca a
diferenza no traballo. Esa tese podemos aplicala hoxe á figura do propio
Fernando, quen xa goza dun merecido descanso. Poderán vir outros que o fagan
igual de ben que el, pero non coma el. Papá fai honra ó noso apelido: é tan
nobre coma a madeira do acevo. Estou seguro de que concordarán comigo os seus
infatigables compañeiros (Isabel Lastra, Javier Corveiras, Asun Barthe ou
Sheila Amor), os seus admirados alcaldes (Jesús Ferreiro, Tirso Miranda e
Clemente Martínez) e, por suposto, os veciños máis agradecidos.
El presidente de la Argentina, Javier Milei, asegura, con todo el tupé del mundo, que tiene en 'match point' a Pedro Sánchez. Un gobernante que se toma a risa la crisis diplomática entre dos países se descalifica a sí mismo, máxime teniendo en cuenta que la Argentina y España comparten importantes flujos migratorios desde el final del s. XIX. Milei ha entrado de lleno en la campaña orquestada por la ultraderecha española para desprestigiar de la forma más rastrera al Gobierno de Sánchez, y no está dispuesto a pedir perdón por llamar "corrupta" a Begoña Gómez, la esposa de su homólogo. Esa negativa ha supuesto que España retire definitivamente a su embajadora de Buenos Aires, María Jesús Alonso, una medida bastante oportunista.
Milei se autodefine como "el máximo exponente de la libertad a nivel mundial". Se le olvida al histrión argentino el principio básico de la convivencia democrática: la libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro, parafraseando a Albert Camus. Indudablemente, Milei se ha excedido en el uso de su libertad de expresión. Al llamar "corrupta" a Gómez la ha calumniado, porque no existen indicios de delitos de tráfico de influencias por parte de esta señora, como ha concluido en un informe la UCO (órgano central de la Policía Judicial), tras la denuncia del sindicato Manos Limpias. Incluso el presidente argentino ha llegado a afirmar que Sánchez "se ensucia" por culpa de su esposa. La calumnia no tiene espacio en el tablero democrático, porque atenta contra la integridad de una persona, en tanto que mancha su reputación.
La ética de Milei se encuentra en el cajón del olvido, como todo aquello que no está orientado al espectáculo grotesco y al rendimiento económico.
Algunos futboleros le llamaban, despectivamente, «el filósofo», y eran ellos los que quedaban a la altura del betún con esas palabras. En un ámbito donde nunca ha abundado la lucidez, el entrenador argentino César Luis Menotti —recientemente fallecido— nos enseñó a distinguir los matices del juego, yendo a contrapelo del fanatismo. Incluso aunque no siguieses el fútbol, te subyugaba con su riquísima retórica. Melómano absoluto, más de una vez lo escuché comparar un equipo con una orquesta sinfónica. Ciertamente, la selección argentina que ganó el Mundial ‘78 se movía al son que marcaba su director, el propio Menotti, pero jamás sacrificaba la improvisación. El entrenador rosarino siempre tuvo claro que los jugadores excelsos —los solistas— necesitan libertad para marcar la diferencia, pero cuando terminan de elaborar una jugada, deben ajustarse al ritmo de la orquesta. Menotti, parafraseando a Borges, definía el fútbol como «orden y aventura».
En una ocasión, un periodista le preguntó si su sistema de juego era el 4-4-2. «¡Esos son números de teléfono!», respondió Menotti con una sonrisa maliciosa. Esa réplica puede parecer una boutade, pero lo cierto es que, para nuestro protagonista, la única verdad futbolística estaba en el campo y en el balón. Por eso no se enfocaba en la pizarra, sino en acciones concretas que ensayaba mucho durante los entrenamientos.
En 1983, Menotti fue contratado por el Barcelona, donde descollaba su compatriota Maradona, que ya había estado a sus órdenes en la selección y que se lesionaría gravemente aquella temporada. El técnico rosarino siempre se refería a él como Diego, en un tono muy afectivo. Un año después, el Flaco renunciaría a su cargo por problemas personales. No logró conquistar la Liga, pero sumó a la vitrina culé tres títulos (una Copa del Rey, una Supercopa de España y una Copa de la Liga). Sin embargo, su mayor aportación a Can Barça fue el rescate del estilo preciosista de ataque, que hoy es innegociable en el club. En ese sentido, Menotti ejerció de gozne entre otros dos tótems del juego posicional: Michels (1971-1975 y 1976-1978) y Cruyff (1988-1996). El argentino solo creía en el contragolpe como un recurso, como un efecto sorpresa, no como algo planificado. No es de extrañar que el máximo exponente del fútbol ofensivo de este siglo, Guardiola, lo admirase tanto. De acuerdo con el entrenador del Manchester City, «César era todo: ingenio, educación, inteligencia. Hacía de su palabra poesía y siempre fue fiel a sus convicciones».
Menotti le otorgaba mucha importancia al factor psicológico y empoderaba a sus jugadores. En el marco del Mundial Juvenil de Toulón (1975), el entonces seleccionador de Argentina llevó a sus muchachos a ver un partido en el que Alemania Occidental se salió. Al término del encuentro, uno de los jugadores más humildes y enjutos del conjunto albiceleste exclamó con preocupación: «¡César, los alemanes son fortísimos!». Menotti, con una agilidad mental admirable, le respondió: «¿Fuertes? ¡No diga bobadas! Si a cualquiera de esos rubios lo llevamos a la casa donde usted creció, a los tres días lo sacan en camilla. Fuerte es usted, que sobrevivió a toda esa pobreza y juega al fútbol diez mil veces mejor que estos tipos». Conocemos esa brillante anécdota gracias a Valdano, quien fue convocado por el Flaco para disputar aquel Mundial Juvenil que Argentina terminaría ganando.
De Menotti hasta resultaba atractivo su aspecto. A mí siempre me pareció un dandy revolucionario. Vestía de traje y corbata, pero a la vez tenía un toque callejero, con aquella media melena y aquella delgadez que acentuaban sus más de 190 centímetros de estatura. Algún necio lo criticó por ser un izquierdista que conducía grandes cupés. ¡Como si fuesen incompatibles la sensibilidad social y el buen gusto…! Resulta fácil imaginar al Flaco en un restaurante sofisticado de Buenos Aires, tomando whisky y lanzando diatribas contra los «poderes infames». Brindamos a tu memoria, maestro Menotti.
Cuatro secuencias podrían condensar mi último viaje a Galicia. Traigo aquí ese material para hacerle un corte de mangas al tiempo y al espacio, a la manera de los montadores cinematográficos.
1. Al volver de un grato almuerzo con mi amigo Alfonso Riveiro, director de El Progreso, me reuní con papá en el lucense parque Rosalía de Castro. Allí vimos un mirlo muy robusto. Devoraba con fruición los frutos de un acebo e intercalaba sutilmente algunas notas. Vino a mi mente la poética forma en que Cipriano Arribas Sánchez describió a esa especie: «Es músico si le enseñan». Paralelamente, me acordé del mirlo que, durante años, acudió cada día al jardín de mis padres. Lo alimentábamos con migas de pan y de galletas; a cambio, él nos saneaba la tierra y nos regalaba hermosísimas serenatas. Anidaba en el cementerio, y cuando enterramos a mi abuelo, su silbido se escuchaba más claro y rasgado que nunca. Pensándolo bien, no necesitó que nadie le enseñase a ser músico; él me enseñó a mí; no en vano, le llamaba ‘Mestre’. Y ahora, en mis clases de Expresión Oral y Corporal, pongo como ejemplo sus inflexiones vocales, ricas en matices.
2. Mi tía Elvira emigró a Buenos Aires en los años 50 del siglo pasado. Ella me enseñó aquellos americanismos —‘pileta’, ‘vereda’, ‘boliche’, ‘pibe’…— que tanta gracia me hacían de niño y que ahora también empleo, pues vivo en Bolivia desde hace seis años. Pese a que solo disfruté su compañía durante dos veranos, la tía y yo estábamos muy unidos. Lisa de Mediante me cuidó durante la infancia, haciendo gala de una paciencia infinita. Cuando veíamos pasar un avión, Lisa siempre me decía en tono cariñoso: «Mira, Hectorín, aí vai a tía Elvira! Vai nese avión, camín da Arxentina». De esa forma, mezclando fantasía y realidad, recordábamos a la hermana de mi abuelo Paco. Ahora, en nuestro Santiso natal, cuando vemos el rastro de un avión, mi madre y yo evocamos a Lisa de Mediante y a Elvira de Robaín. Les hubiera gustado saber que comparten protagonismo en esa escena, pues se tenían mucho aprecio. A ellas sea la gloria.
3. Hubiera repetido con mis padres la caminata por las medievales calles de Mondoñedo, hubiera seguido analizando con mis viejos amigos el binomio política-religión, hubiera vuelto a quedar con mi audaz amiga en el aeropuerto, donde ni siquiera nos terminamos las hamburguesas (lo importante era la charla y disponíamos de poco tiempo), hubiera concluido la lectura de la autobiografía de Woody Allen que me compré en Ribadeo, pero, como dicen aquí, ‘ni modo’, debo retornar al trabajo.
4. Ya en Cochabamba, le dije al taxista que mi casa estaba ‘a dos cuadras del surtidor’. Inexplicablemente, pasamos por tres o cuatro surtidores. La ciudad olía a soledad y a deseo insatisfecho.
Eliva Press, editorial europea especializada en material académico e investigativo, publicó el mes pasado mi segundo libro, El vuelo de la metáfora. Este volumen compila los siguientes artículos científicos: “Metáforas de interacción en la poesía de Antonio Martínez Sarrión” y “El uso de la metáfora en los tuits de Evo Morales y Carlos Mesa durante la campaña preelectoral boliviana de 2019”.
Este es un fragmento de la nota preliminar del libro:
La poesía expresa un sentimiento estético, y la política (la que practican los partidos) se basa en la polarización. La primera zigzaguea, camina en círculos; y la segunda sigue la línea recta de la comunicación. Una busca la sugerencia, y la otra pretende mover a las masas. Poesía y política. He aquí dos ámbitos aparentemente opuestos que, sin embargo, comparten procedimientos retóricos como la paradoja, la hipérbole o la metáfora. Independientemente del escenario, la metáfora hace más expresivo y sintético el discurso, dando alas a la imaginación del lector.
💻 El volumen físico puede adquirirse por internet desde cualquier parte del mundo:
Para leer algunos contenidos (entrevistas, reportajes) publicados en los medios de comunicación con motivo de la aparición de mi libro, sigue estos enlaces:
Uno de los momentos más emotivos de ‘El amor después del amor’, la serie sobre la vida y obra del rockero argentino Fito Páez, es cuando el protagonista —interpretado por Iván Hochman— y Fabiana Cantilo —a quien encarna Micaela Riera— ponen fin a su relación amorosa. «Yo siempre estaré cerca de usted, Páez», le dice Fabi a Fito con suma ternura. Deduzco que esa escena está ficcionada, porque no aparece en ‘Infancia y juventud’ (el libro de memorias del propio Páez, donde la presencia de su ex tiene mucho peso), pero, en cualquier caso, refleja el tono real de la separación. Entre los dos músicos no hubo el más mínimo atisbo de rencor. Tampoco distancia. Ni siquiera aplacaron el sentimiento; solamente le dieron otro enfoque debido a las circunstancias —adicciones, muertes, etcétera—. De hecho, cuando ya habían roto, Cantilo hizo las armonías vocales de ‘Fue amor’ (1990) y ‘Brillante sobre el mic’ (1992), memorables baladas que ella le inspiró a Páez. Y con motivo del 63 cumpleaños de la cantante porteña, Fito publicó en sus redes: «…te amé, te amo y te amaré, luz de todos los astros».
La referida escena de ‘El amor después del amor’ me recordó mucho al epílogo de mi relación con una boliviana fantástica. Fue en el aeropuerto, después de haber pasado juntos el fin de semana, cuando nos enfrentamos a la hostil realidad. Sin duda, la química seguía intacta, pero la distancia geográfica nos afectaba. Además, era una época en que los mediocres burócratas de Migración me ponían palos en las ruedas; la frustración multiplicaba mi nostalgia —estuve a un paso de retornar a España— y no podía entregarme por completo en la relación. La situación me apenaba, porque era consciente de que ninguna otra chica me había tratado con tanta ternura y porque, indefectiblemente, la seguía amando. Eso le expliqué con la voz desgarrada. Ella, con una madurez encomiable, me respondió: «Me hace daño necesitarte y no poder tenerte para mí. Me lastima saber que lo pasas mal y no poder estar para ti. Te dejo ir porque te amo». Fundidos en un abrazo, rompimos a llorar. Fue un momento lacerante pero reparador. «Yo siempre estaré para ti», le dije. «Y yo para vos», respondió con un tono adorable. Sé que jamás traicionaremos esa promesa.
Por cierto, hace unos meses me confesó que, después de aquella despedida, subió al balcón del aeropuerto para ver el despegue de mi avión: «Tú me llorabas en el aire y yo te lloraba en tierra». Esa experiencia refleja su pasión a prueba de bombas, su capacidad para empatizar y su mirada atenta a los detalles —no es casualidad que ella me haya hecho las mejores fotos—.
Nuestra complicidad se mantiene intacta. Nos contamos confidencias, nos llamamos con apelativos metafóricos, recordamos los momentos de plenitud compartidos, nos reímos de nuestras pequeñas catástrofes domésticas (siempre he admirado su agudo sentido del humor, signo de inteligencia) y, por supuesto, seguimos escuchando nuestra playlist, donde abundan las canciones de Fito Páez y Fabiana Cantilo.
Acaso el hilo que nos une sea de rafia: como el pasador que una tarde se quitó de su cabello. Al volver del aeropuerto, me di cuenta de que se lo había olvidado en mi sofá. Lo guardé, como si se tratase de un tesoro, en el cajón de mi ropa interior. Y evoqué, fascinado, sus formas de niña. Exactamente igual que hoy.
Sara Khadem es una ajedrecista iraní
premiada internacionalmente. El 26 de
diciembre esta chica de 25 años se presentó con la cabeza descubierta—un
delito según la ley islámica— en el Mundial de Ajedrez Rápido, que tuvo lugar en Kazajistán. «Antes del Mundial, cuando viajaba a los torneos solo me
ponía el velo si había cámaras, porque representaba a Irán. Pero con el velo no
soy yo, no me siento bien, y quería terminar con esa situación. Y decidí no
ponérmelo más», confesó recientemente a Leontxo García, periodista de El País. Por supuesto, jugar
sin el hiyab fue una muestra de apoyo a las protestas que comenzaron en su país
el pasado 14 de septiembre, cuando Mahsa Amini falleció a los 22 años tras ser
golpeada y detenida por
la policía de la moral en Teherán, so pretexto de llevar mal colocado el velo. Una
vez concluido el campeonato internacional, Sara Khadem decidió exiliarse en
España, para evitar posibles represalias.
Me parece muy expresiva la fotografía
que encabeza la mencionada entrevista de El País. Ximena y Sergio captaron a
una chica risueña, valiente, segura de sí misma, ante un tablero de ajedrez. Su
mirada mantiene el brillo de aquella niña prodigio del juego de mesa. Enfundada
en una chaqueta de cuero, Sara Khadem muestra sus brazos y la palma de su mano
izquierda: son símbolos de verdad, de libertad, de rebeldía. La kinésica de la
iraní nos sugiere esta pregunta: ¿por qué ha de ser incompatible que una mujer
profese amor a Alá y vista con ropa ceñida, orgullosa de su cuerpo? Vuelvo a ver la foto y me acuerdo de Dodo, el personaje más carismático
del filme ‘Rompiendo las olas’, que Lars von Trier ambientó en la Escocia de
los años 70 del siglo pasado. Dodo, mirlo blanco, era forastera en una villa costera
de fuerte raigambre calvinista, donde trabajaba de enfermera. Durante una
discusión con su amiga Bess, Dodo resaltó la actitud radicalmente patriarcal de
la mayor parte de los vecinos. «Pero vives aquí. Y vas a la iglesia», le reprochaba Bess. «Pero yo
veo las cosas desde mi punto de vista», le respondía, contundente, Dodo.
No está de más tener presente que, durante la Edad Media,
Europa era aún más represora que los actuales regímenes talibanes. Entonces, la
Iglesia católica castigaba sistemáticamente las herejías con una brutalidad inusitada.
Por ejemplo, en 1600, la Santa Inquisición envió a la hoguera al insigne
filósofo y astrónomo Giordano Bruno por expresar teorías que hoy son
irrebatibles, como que la Tierra da vueltas alrededor del Sol o que la materia
del universo está compuesta por átomos. Desde la perspectiva de género, cabe
recordar el asesinato, en el s. V., de Hipatia de Alejandría. La gran
pensadora y matemática, que se oponía firmemente a los abusos del poder
religioso, fue desnudada en público y descuartizada por una caterva de
fanáticos.
Afortunadamente, a partir de la Revolución Francesa,
Europa construyó los cimientos de la secularización. Así, las diferentes
esferas de la acción humana (política, derecho, economía, arte, vida íntima…)
comenzaron a emanciparse de la tutela del poder religioso. Pese a algunos
hiatos —guerras,
dictaduras—, los musulmanes, los judíos o los ateos
pasaron a tener los mismos derechos que los católicos. Ese es el espejo en el que actualmente se miran tantos
iraníes. Desde hace más de cuatro meses, hombres y mujeres de diferentes clases
sociales —jóvenes,
sobre todo—exigen el desmantelamiento de la república islámica
de su país. Están hartos de que el Talibán,
debido a su interpretación literal y extrema del Corán, degrade a las
musulmanas. Para ellos, el velo es una metáfora de ese ostracismo, que se traduce en
prohibiciones sexistas como acudir a eventos deportivos, cantar y bailar fuera
de la casa, sacarse el pasaporte sin la autorización del marido, sentarse en el transporte público al lado de un
varón que no sea su esposo... Por no hablar de que en el
Parlamento las mujeres solo ocupan 16 escaños de 290.
Ni siquiera la fuerte represión ayatolá, que
ya deja más de 300 civiles muertos, aparta de su
lucha por la democracia a tantos iraníes. Se está empezando a cumplir el deseo que Adonis, poeta sirio, expresó en 2014: «Repensar el islam a la luz de la modernidad».
No
pudimos vernos en estas vacaciones, querido amigo. Realmente, desde que emigré
a Bolivia en 2018, solo nos vimos una vez, el año pasado, cuando te acercaste
al aeropuerto de Madrid, aprovechando que allí hacía escala antes de viajar a
Galicia. En efecto, se complican nuestros reencuentros: yo solo puedo cruzar el
charco en las navidades, no traigo muchos días, y tú ya sueles estar en Tarragona
con tu familia. Pero qué extraño se me hace no poder darle un abrazo a mi mejor
amigo al llegar a Madrid, máxime teniendo en cuenta que en esa ciudad vivimos
juntos más de cinco años…
En
la residencia universitaria —una representación en miniatura de la
sociedad— compartimos experiencias dulces y amargas. ¿Recuerdas
cuando hicimos frente a un grupo de ultraderechistas que quería campar a sus
anchas? Nosotros, antes de la medianoche, teníamos la costumbre de reunirnos en
el salón para tomar una taza de Nesquick
y charlar un rato. Aquellos niñatos comenzaron a quejarse de que no les
dejábamos dormir. Lo paradójico es que ellos montaban fiestas bulliciosas hasta
altas horas de la madrugada, incluso entre semana. Todas esas celebraciones las
organizaban sin quorum ni previo aviso; y aun así, nosotros nunca les
pusimos palos en las ruedas. Pero claro, sus reproches nacían del dogmatismo;
el “volumen de nuestras voces” no fue más que un pretexto para tratar de poner
cotos a la pluralidad ideológica y demostrar quiénes mandaban en la residencia.
El caso es que, como recordarás, después de varias escaramuzas, nos vimos
envueltos en una batalla dialéctica que duró más de dos horas; aquella noche tú
oraste espléndido, poniendo al descubierto las contradicciones y las
tergiversaciones de nuestros compañeros. No me sorprende que nos hubieran
amenazado; como decía Sócrates, “Cuando el debate se pierde, el insulto se
convierte en el arma del perdedor”.
Recuerdo
cuando, en unas vacaciones veraniegas, viniste a verme a Santiso, y te descubrí
la ría de Ribadeo, de la que tanto te había hablado uno de tus profesores: “Es
uno de los lugares que tienes que visitar antes de morir”. Estabas muy
emocionado. Para mí, fue proverbial el día en que me llevaste a Barcelona;
tenía el afán de conocer las calles que pisaron mi padre y muchos de mis referentes
artísticos e intelectuales. Más de diez años después, sigo pensando que el
aroma del Mediterráneo no tiene parangón.
Contigo
comencé a ir regularmente al cine, y la afición llegó a tal extremo que más de
un sábado el alba nos sorprendió hablando sobre el lenguaje simbólico de Alfred
Hitchcock, Sam Peckinpah o David Lynch. No es extraño que algunos de los filmes
que vimos juntos —como ‘Grupo salvaje’,
‘Obaba’ o ‘Vértigo’— los haya revisitado
en múltiples ocasiones. Con respecto a la maravillosa película de Hitchcock,
admiré tu perspicacia cuando descubriste un pequeño agujero en el guion. Te rechinaba
que Galvin estuviese convencido de que su amigo Scottie —detective privado al que había contratado— no sería capaz de subir al campanario, donde supuestamente se
suicidará la chica a la que ama, Madeleine, esposa a su vez de Galvin. Ciertamente,
Scottie padecía vértigo, pero ello no fue óbice para que llegase hasta la torre
en la última parte del filme, movido por un sentimiento fuerte como la ira.
Además, un detective tiende siempre a buscar pruebas de las circunstancias de la
muerte de una persona a la que está ligado afectivamente. Pero claro, si el
protagonista subía al campanario antes (o justo después) del supuesto suicidio,
descubriría el macabro plan urdido por su amigo, y toda la trama posterior —media película con olor a necrofilia— no tendría sentido. Te sorprenderá saber que
hace unos meses Pedro García Cuartango explicó esta pequeña inconsistencia
argumental en ‘Classics’, el programa que José Luis Garci dirige para Trece.
Todos
estos recuerdos me ponen melancólico, pero también me hacen sonreír. Y es que conocerte
fue como cuando se descubre una fuente de origen romano. Amigo, hagamos todo lo
posible para que no pase otro año sin vernos. Es injusto que estén tan caros el
abrazo y la frase “¿Qué pasa, chaval?” con los que nos saludamos decenas de
veces. Tenemos pendientes muchos viajes (a Abel le gusta la idea de que visitemos
con él París y Donosti), y ya sabes que en la Filmoteca Española siguen
proyectando ciclos de eminentes cineastas. El tiempo me ha enseñado que hay
pocas amistades verdaderas, y ninguna como la tuya. Hace unos días, hablábamos
por WhatsApp de ‘Recorda, míster’, el entrañable programa de Barça TV. Parafraseando ese título, quisiera terminar el
presente artículo diciéndote, casi en tono de consigna: “Recorda, mestre".
En la música, uno más uno no es igual a dos,
por eso solo algunos compositores se complementan. Entre Mikel Erentxun y Rafael
Berrio —fallecido en 2020— sí había mucha química. Al tándem donostiarra
le debemos siete chispeantes canciones (‘Tu nombre en los labios’, ‘Rara vez’, ‘Versus
rocanrol’, ‘A veces te quiero siempre’, ‘Veneno’, ‘Intacto’ y ‘Sé libre, sé
mía’) que fueron grabadas por el exintegrante de Duncan Dhu durante el periodo
1998-2021. En casi todas esas colaboraciones, Erentxun le entregó a Berrio las
maquetas con las respectivas melodías, para que este incorporara los versos. El
autor de ‘Niño futuro’ (2019) reflexionó de este modo sobre su rol en el
trabajo conjunto: “Un letrista tiene que ceñirse a la melodía, y cuanto más se
ciña mejor. Y claro, ceñirse a la melodía puede ser complicado, sobre todo si
está planteada en términos anglosajones: ahí es muy difícil meter con calzador
el español, hay que tener mucho oficio”.
Afirmaba Gaudí que para hacer las cosas bien, son necesarios, por este orden, el amor y la técnica. Pues bien, la dupla vasca se
nutría no solo de la amistad, sino también de la admiración mutua. Erentxun siempre
ha encomiado la capacidad poética de Berrio, y este consideraba que su socio era
un “grandísimo melodista”. Ese sentimiento tan noble, unido a un nivel de
exigencia alto, produjo joyas como ‘Intacto’, donde los versos se ajustan
magníficamente a la evocadora melodía: “Sigue intacto cuanto amé de ti:/ el ave fénix que te anida,/ el derroche
sin medida/ de tu risa, tu perfil,/ el salto mortal de tus manos,/ tus formas
de cumbres y llanos,/ cada gesto,/ cada quiebro,/ todo cuanto amé de ti”.
Acaba de salir al mercado, con el sello de
Warner, el sugerente álbum ‘La vida que amo’, donde Mikel Erentxun, Diego
Vasallo, Quique González, Tulsa o José Ignacio Lapido rinden tributo al maestro
Berrio. El disco repasa la obra solista del rockero y su participación en las
bandas Deriva y Amor a Traición. ‘La vida que amo’ no contiene ninguna de las fascinantes
composiciones del tándem Berrio/Erentxun, pero muchos de los temas versionados (‘Simulacro’, ‘Cómo iba yo a saber’, ‘La misma mujer distinta’, ‘No
pienso bajar más al centro’…) certifican la magnitud del malogrado autor, que
hoy tendría 58 años.
Cuando no trabajaba a sueldo para otros
artistas, Berrio primero escribía las letras; y luego, las melodías: de ese
modo, no se sentía constreñido. Ya en el proceso de musicalización, alteraba
muchas veces el orden de las palabras, atendiendo a los acentos, hasta dar con
la secuencia apropiada. Inconformista, el cantautor donostiarra empleaba métricas
complejas para el rock, como los
largos versos endecasílabos: así se explica ese fraseo escarpado, tan
expresivo, que por momentos recordaba a Bob Dylan, a Rodrigo García (Cánovas,
Rodrigo, Adolfo y Guzmán), a Lou Reed, a Georges Brassens e, incluso, a los punks.
Las canciones de Rafael Berrio jamás
resultarían creíbles en la voz de un artista complaciente, y no solo por sus
hechuras abigarradas, sino también por su actitud de francotirador
existencialista. Ávido lector de Baroja, Pessoa, Cioran o Gil de Biedma, el
músico vasco denunciaba la alienación y la carencia de valores. Incluso en varios
de sus temas amorosos se percibe la decadencia de nuestro tiempo: “Yo, que he sido una crisálida indiferente hasta
ayer…/ Yo, que en el fondo he amado
siempre la rutina de los días en serie…/Dime
tú, amor mío, cómo iba yo a saber”.
Berrio
inauguró su carrera solista, en 2010, con el lanzamiento de ‘1971’, un trabajo
de orfebrería fina. Si bien en esta fecunda etapa atrajo
a un público fiel, el maestro nunca conoció el éxito masivo; tampoco lo
buscó, pero no le faltaba razón en su lamento: “Ser autor de culto solo da para
arroz integral y vino corriente”. Sus colegas y la crítica lo veneraban; verbigracia,
Sabino Méndez, en El País (19/01/2013), destacó la atmósfera, el misterio y la
comunicación tan franca de sus canciones. Incluso el cineasta Jonás Trueba le
escribió un papel a medida en su largometraje ‘La reconquista’ (2016). Ellos saben
que Berrio era “el hijo ingobernable de la luz del sol”, como cantaba en uno de
sus temas.
Tres
corrientes renovaron sustancialmente el lenguaje del cine: el expresionismo
alemán, el neorrealismo italiano y la Nouvelle
Vague francesa, que tuvo como máximos exponentes a los directores François Truffaut y
al recientemente desaparecido Jean-Luc Godard. Su película ‘Al final de la escapada’ (1960) contribuyó enormemente a sentar las bases del celuloide
moderno, en el que, tanto o más que la trama argumental, importarán el punto de
vista del director, la naturalidad —diálogos coloquiales, rodaje en interiores reales, uso
de la cámara en mano...— y la imbricación entre la cultura y la vida.
En su etapa como crítico de la prestigiosa
revista Cahiers du Cinéma, siendo un veinteañero, Godard ya asombraba por su gran
conocimiento del séptimo arte y su perspicacia. De Hitchcock aprendió que la
puesta en escena es la traslación de la mirada del cineasta. Ford y Lang le contagiaron
el gusto por la sentencia. Bergman le transmitió que los detalles íntimos
marcan la diferencia, y más aún cuando se cargan de lirismo. Bresson le hizo
ver que, a través del montaje, la noción del tiempo prevalece sobre la del
espacio. Preminger le descubrió el rostro expresivo de Jean Seberg, quien
acabaría protagonizando precisamente ‘Al final de la escapada’.
En sus películas juveniles, Godard no
huía de los tópicos ni de las estructuras más fértiles: los adaptaba a su
tiempo. Como hicieran Cézanne en la pintura y Pound en la poesía, el director
franco-suizo ponía la tradición al servicio de la modernidad, rebelándose, eso
sí, contra el tono academicista. “Una película debe tener planteamiento, nudo y
desenlace, pero no necesariamente en ese orden”, sentenciaría.
Luego, desnortado y petulante, Godard quiso
incorporar la causa maoísta a su obra y le salieron panfletos: ‘Week-end’
(1967), ‘La chinoise’ (1967), ‘Todo va bien’ (1972)… Aparatosas y llenas de
consignas, esas películas parecían rodadas por un político queriendo hacer
cine, más que por un cineasta queriendo hacer política.
Pero hoy prefiero detenerme en la época
(1960-1966) que ocupa la plenitud de su talento. Sus filmes de entonces no
solamente eran dramas o policíacos, sino también documentales sobre la belleza de
las actrices Jean Seberg, Brigitte Bardot y, sobre todo, Anna Karina, con quien contraería
matrimonio.“Ella tenía sombras profundas bajo sus ojos;
eran gris-Velázquez”, escuchamos en ‘El soldadito’ (1963).
Algo que siempre me ha maravillado de la
colaboración Godard/Karina es el uso de la música popular. Los bailes de ‘Vivir
su vida’ (1962) o ‘Banda
aparte’ (1964), que tanta huella dejarían en Tarantino,
rompen la narración en beneficio de la poesía. Vemos a unos jóvenes que se dejan llevar por los
sentimientos, trascendiendo una realidad hostil. La lúdica los cualifica; ya no
serán marionetas al servicio del poder o del guion. Este estilo tan renovador sitúa el nombre de nuestro autor en
uno de los capítulos fundamentales de la historia del séptimo arte.
Heterodoxo guionista, Godard escribió
también el final de su vida. Y lo llevó a la práctica: a los 91 años, murió por
suicidio asistido en su domicilio suizo.