Jenaro Pedreiras
Por ÁLVARO CUNQUEIRO[i]
Vivía en una pequeña ciudad gallega, no recuerdo si en Tuy o en Betanzos, o quizás viviese en una villa antigua como Noya o Ribadavia. Salía a pasear por las estrechas calles o la plaza, muy saludador de los vecinos. Y de pronto subiendo o bajando por una rúa, o cruzando bajo unos soportales, se daba cuenta de que detrás de él venía don Fulano o el Señor Mengano. No es que le hubiese visto, ni oído hablar ni reconocido por los pasos. No. Era un sentido especial que Jenaro Pedreiras tenía y que le hacía saber que unos metros más atrás de él caminaba don Fulano o el señor Mengano. Eran antiguos. Se saludaban, conversaban del tiempo o discurrían sobre las noticias del mundo que venían en el periódico. Jenaro Pedreiras no decía nada a nadie de este sentido suyo tan especial que le delataba sus seguidores. Esa era la palabra justa: seguidores. Porque, ahora se daba cuenta de que esos que él advertía que seguían sus pasos, y lo seguían verdaderamente. Es decir, lo vigilaban, o aun más concretamente, lo espiaban. ¿Había hecho algo Jenaro que exigía que fuese vigilado, espiado, por sus convecinos? No, no tenía nada que reprocharse. Ni de política, ni de asuntos de dinero, ni de amores clandestinos. Su sexto o séptimo sentido llegaba a advertirle cuando se despertaba por las mañanas:
–Hoy vas a ir por la calle de San Martín, y te va a ir siguiendo el sastre Donato.
Y Jenaro Pedreiras se vestía y calzaba, desayunaba y salía a la calle, y bajaba hasta San Martín. Saludaba a la señora Mercedes que estaba poniendo a la puerta de su tienda las manos de grelos y los repollos, y media docena de quesos, y al dependiente de la ferretería, que sacaba los tableros del escaparate. Nadie subía ni bajaba por la calle. Doblaba la esquina de la plaza, y esperaba. Y efectivamente, saludando también a la señora Mercedes y al dependiente de la ferretería, aparecía el sastre Donato… Habiendo realizado varias experiencias de este tipo, Jenaro Pedreiras decidió burlar a sus seguidores. Se escondía en este o en aquel portal, echaba a correr y entraba en una iglesia, o se ocultaba tras el grueso tronco de los negrillos de la alameda. Pero, quizás no fuese bastante lo que hacía para despistar a sus seguidores. Tenía que disfrazarse. Adquirió barbas postizas y un bigote a lo káiser, gafas negras, y buscó en un armario ropa de mujer, que fuera de sus madre. Y así salió a la calle de barbudo, y no lo seguía nadie, y otro día de bigotudo y con gafas, y tampoco. El barrendero municipal lo miró con alguna extrañeza, pero no lo saludó ni dijo nada. Otro día se decidió a salir vestido de mujer. Vistió ropas de su madre, que era de su misma talla, y se puso, bajo un pañuelo de seda negro, la peluca que comprara en Santiago. Y salió de medio tacón a la calle, medio embozado en una toquilla. Paseó por dos o tres calles. Era mirado con curiosidad, pero nadie lo seguía. “Me miran porque me encuentran forastera”, se decía a sí mismo Jenaro. Cruzó la plaza y regresó a su casa. Y cuando entraba en ella se le acercó el carpintero que tenía su taller enfrente:
–¡Nunca creí que tuviese tanto humor, don Jenaro! ¡Mire que a sus años disfrazarse de señora viuda un martes de Carnaval! ¡Y muy apropiado, con sus medias caladas y su zapato de medio tacón!
A Jenaro Pedreiras, con tanta preocupación por el espionaje de que era objeto, se le había pasado que estábamos en Carnavales.
--------------------------------------------------------------------------------
[i] CUNQUEIRO, Álvaro: Las historias gallegas, Paréntesis, Sevilla, 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario