Un eminente profesor de la Facultad de Ciencias de la Información me recriminó en cierta ocasión los “saltos abruptos de plano” y los “consecuentes cambios de sonido” derivados de la humilde grabación (tan sólo poseía mi cámara digital –de fotos con opción para grabar vídeo, entiéndase– y alguna que otra idea formal y pasional) de un espontáneo cortometraje. Yo, como admirador de ese cineasta antiacadémico –y deudor de la mejor serie “B”– llamado Jean-Luc Godard (París, 1930) que soy, me tomé, evidentemente, aquel reproche como un halago. Cuarenta y nueve años han pasado (quién lo diría) desde el estreno del asombroso filme godardiano Al final de la escapada (À bout de souffle)… Y, como ven, a ciertos sectores de la crítica más académica todavía les cuesta reconocer la valía innovadora de un cineasta tan poco respetuoso (sería injusto obviarlo) con los ilustres modelos de prestigio.
El desvergonzado Godard (a quien es capital enmarcar en la Nouvelle vague –Nueva ola–, ese movimiento surgido entre grupos de jóvenes y descontentos cineastas –Truffaut, Rohmer, Chabrol…– en Francia hacia 1960: todo un preludio de la Revolución de 1968) comenzó su carrera cinéfila dedicándose a la crítica en la prestigiosa revista francesa Cahiers du cinéma. En sus escritos, en sus miradas encendidas, tomaba (a fin de dinamitar la estructura formal más anquilosada y aséptica del cine francés de entonces) como referentes a Nicholas Ray, a Bergman o al Siegel de La invasión de los ladrones de cuerpos. Artesanos elegantes e inquietos que dominaban el montaje.
A Godard le debemos algunas de las técnicas hoy consideradas estándares (pero que en aquella época destilaron, en efecto, heterodoxia), como el rodaje de secuencias cámara en mano, sin iluminación especial, con planos acrobáticos (que derivaban no pocas veces en los temidos saltos), así como el uso de diálogos tan espontáneos y reales que parecían improvisados. Un rodaje tan personal, ligero y económico (en Al final de la escapada, el director de fotografía forjó los bulliciosos travellings valiéndose de una silla de ruedas que reemplazaba los clásicos raíles) venía a demostrar algo obvio: las ideas están por encima de cualquier efecto afectado. De eso también sabían mucho el propio Siegel o mi amado Boetticher.
De Godard lo mejor que puede decirse (para suscitar la curiosidad en el joven espectador) es su autodefinición: “Como crítico, ya me consideraba un cineasta. Hoy sigo considerándome un crítico y, en cierto sentido, lo soy aún más que antes” (Cahiers du cinéma, nº 138, diciembre de 1962). Ciertamente el articulista Godard, aun cuando no había rodado ningún filme, era un auténtico cineasta, porque, como diría Octavio Paz refiriéndose al poeta, al enfrentarse con el lenguaje, se enfrentaba con los fundamentos mismos del mundo. Asimismo, Godard, cámara en mano, siguió siendo un crítico, pues rodaba ensayos con forma de novela o novelas con forma de ensayo: “Simplemente –precisaba el propio Godard–, los ruedo en vez de escribirlos”.
Analítico y emocionante, elegante e irreverente, inocente (un artista jamás debe perder la capacidad de asombro) y sesudo, vitalista y melancólico, este paradójico creador-crítico jamás tuvo reparos en combinar la ficción con algunas partes prácticamente documentales (irrumpiendo, a veces, en la historia mediante sus propios comentarios), en revitalizar las facultades del collage y de la cita, en pasar de un concierto de Bach a un concierto de cláxones, en celebrar deliberadamente los más extremos cambios de tonalidad en una misma secuencia (dinamitando la tradicional concepción del raccord), en liberar a sus personajes para entregarlos –detenida la acción– al juego, a la charla, al baile, a la voluptuosidad… ¿El resultado? Un inquietante “híbrido entre el retrato íntimo de la pareja en su trabajo y la elaboración de un pensamiento sobre la historia”, escribe acertadamente Jacques Mandelbaum, crítico cinematográfico de Le Monde.
Y es que Godard fue ante todo un romántico plenamente consciente de su anacronismo. Al final de la escapada expresa magníficamente (incluso de manera más explícita que la fundacional Los cuatrocientos golpes, 1959, de Truffaut: estoy de acuerdo con Mandelbaum) ese sentimiento tan melancólico de haber llegado demasiado tarde a su labor. Una labor creadora y crítica que, de emplearse el montaje adecuado, podría haber cambiado –según él– el curso de la Historia. Así concebía el cine Godard, llevando hasta el extremo sus tesis a partir de la segunda mitad de los 60, cuando forjó (aun a costa de sacrificar buena parte de su público) una serie de películas con pronunciados tintes maoístas y marxistas-leninistas (pese a la indiscutible calidad y a la premonición acertada que auguraban, confieso que me resultan un tanto pedantes, al igual que Pierrot, el loco, filme de transición), ideologías muy en boga de la juventud e intelectualidad parisina en aquellos años.
Utopías aparte, este controvertido cineasta cambió para siempre nuestra manera de mirar. Lo cual no es moco de pavo, si aquel eminente profesor me permite la espontaneidad.
Filmografía recomendada: Al final de la escapada (1960); Vivir su vida (1962); Banda aparte (1964); Lemmy contra Alphaville (1965); Pierrot, el loco (1965) y Week-end (1967).
Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 6/11/09)
1 comentario:
You could easily be making money online in the underground world of [URL=http://www.www.blackhatmoneymaker.com]blackhat guide[/URL], Don’t feel silly if you haven’t heard of it before. Blackhat marketing uses not-so-popular or misunderstood ways to build an income online.
Publicar un comentario