Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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domingo, 23 de mayo de 2010

Sorolla creía que toda hora era alba


Hace tiempo que no visito el madrileño Museo de Prado. La algarabía urbana nos aleja a menudo del placer, de la reflexión, de la charla, de la contemplación, y, en suma, del impresionismo. ¡Pero cómo disfruté el verano pasado en una antología de la obra de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Madrid, 1923)!

El magistral uso de la luz de este pintor hace vibrar sugestivamente los colores, marca –lejos de cualquier academicismo aséptico– el movimiento de las figuras, haciendo carne aquel verso del enigmático Pessoa: “Tengo una gran distracción animada”, que para mí es una de las más bellas declaraciones amorosas (espero dedicársela algún día a una chica merecedora de tal alabanza: las palabras y las imágenes son de quien las necesita).

La luz de Sorolla hiere, esconde –en la aparente calma del horizonte– vidas golpeadas por el mar, margaritas que se vieron forzadas a matar a sus vástagos para ocultar tantos amores pendencieros, infantes tullidos (por obra y gracia del Señor) que se sumergen en el mar bajo la vigilancia de un fraile… Aquella mañana la luz hería, pero, como no me bastaba con mirar, intenté asirla, condensarla en la mente y en los sentidos… Al final, caí en la tentación: y me traje del Prado una prueba tangible, a fin de compartir con mis seres queridos esa “espontaneidad saludable” (incluso las tragedias sorollistas desprenden calidez), como escribió en el lejano 1908 el crítico Ángel Vegue y Goldoni en las páginas de La Lectura (una revista “de las artes y de las ciencias” en la que colaboraron no pocos personajes adscritos o cercanos a la Generación del 98).

La prueba espontánea es una lámina que lleva por título “La siesta”. Fechada en 1911, no reproduce la obra más representativa o dolorosa de Sorolla. Poco me importa. Como si se tratase de una foto en picado (lo que distinguía a Sorolla de otros maestros de la época era, principalmente, el encuadre), cuatro figuras femeninas descansan, indolentes, bajo el sol. Apenas hay aire en esta visión, dando una sensación de reposo, de pereza, de pesadumbre, de frondosidad… Sin embargo, a pesar de todos los calificativos (propios de una hora tan bucólicamente mundana como la siesta) empleados en la oración anterior, la perspectiva del cuadro es absolutamente dinámica y sirve de contrapunto. ¿El resultado? Fíjense en esas telas tan luminosas (desperdigadas por el cuadro) o en la vivísima hierba: ¡una sensualidad desbordante!

A propósito, tal vez debería (deberíamos, compañeros de viaje) plasmar más movimientos. Quienes estamos divinamente condenados (como la mayor parte de los artistas, insumisos y soñadores) a convivir con ese estado emocional llamado melancolía, recurrimos a menudo al arte para construir un universo paralelo que resucite a aquellas personas, estancias o sensaciones perdidas…

El problema estriba en cómo hallar el equilibrio. Porque esa “bilis negra” (que dirían los griegos clásicos) a veces nos abaja –y denunciamos, rabiosos, tantas injusticias cometidas por un capitalismo salvaje que, pese a que hoy hace aguas, todavía es dignificado por Aznar y otros señores de la guerra–, pero en otras ocasiones esa melancolía visionaria también nos eleva al olimpo –y bebemos, extasiados, los vientres más diáfanos de las musas– sin premeditar horario alguno…

Intuyo que Sorolla supo convivir (al menos así lo atestigua su obra) perfectamente entre esos extremos. Independientemente de la hora o del estado, su protagonista absoluta SIEMPRE fue la luz. Y eso es admirable. ¿Mujeres con geranios, espumosas playas mediterráneas o pescadores desangrados? Qué importa: son todos trabajos del artista. Condenados (poetas, pintores y cineastas) a ver sin ser vistos.

Mi maestro Álvaro Cunqueiro, el señor de Mondoñedo (villa lucense y sede episcopal), prodigioso periodista y novelista, escribió –en una de sus columnas para el Faro de Vigo– unas líneas que le irían perfectamente a Sorolla: “El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba”.

Por HÉCTOR ACEBO (Diario de Ávila, 23/05/2010)

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