Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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sábado, 14 de agosto de 2010

Un hada en la playa de Los Castros

Andan estos días preocupadas las bañistas de las playas de nuestra comarca, porque son incapaces de conseguir un bronceado uniforme. Han llegado a tal conclusión a través del Facebook: en el muro de mi amiga Laura (muchacha arrubiada de 18 años recién cumplidos, que luce una piel satinada y unos grandísimos ojos verdes), alguien copió el enlace a un reportaje de El País. (Las bellas bañistas no necesitan leer asiduamente los periódicos: viven en un mundo de olas y senos). El citado artículo se nutre de una investigación publicada originalmente por The Guardian, donde se asegura que no todas las partes del cuerpo se brocean por igual, al tiempo que explica los riesgos de la exposición al sol (y ahí se incluyen los cánceres de piel, como el conocido melanoma).

Ustedes, vecinos y visitantes de la comarca, me dirán que en las playas de La Mariña lucense y del occidente asturiano no está, todavía, de moda el nudismo. Y tienen razón: nuestra mentalidad (melancólica, fría) no está acostumbrada a los exotismos y a las carnalidades. Sin embargo, aunque algunas chicas –adolescentes o veinteañeras– no lo reconozcan, más de una se desnuda en su piscina o en su terracita para hacer el amor con el sol. Como ya anticipaba antes, el sueño de estas muchachas es conseguir un moreno uniforme: odian las marcas (que les impiden lucir los escotes palabra de honor) de la braguita y del sujetador.

Y mi amiga Laura no se explicaba por qué sus atléticas nalgas tardaban tanto en desprenderse de la blancura, mientras que su espalda ya estaba bastante bronceada. La muchacha ahora ha descubierto –para su daño– que las distintas partes del cuerpo se ponen morenas a diferentes velocidades, que es muy difícil tener un moreno igualado. El trasero, concretamente, requiere “un mayor tiempo de exposición solar que otras partes de a anatomía”, según dice la investigación que sacó a la luz The Guardian. Además, la parte alta de la espalda se pone, al parecer, morena antes que las piernas. Y la parte externa de los brazos –como resultaba obvio– oscurece antes que la interna. El País añade la opinión del doctor Eduardo López Bran (dermatólogo del Instituto Médico Estético de Madrid y Jefe de Servicio de Dermatología del Hospital Clínico San Carlos de Madrid), quien cree que los mecanismos de defensa de las distintas partes del cuerpo son diferentes. Acerca del trasero, el doctor opina lo siguiente: “Si te quemas esa zona supone una agresión, ya que las defensas están disminuidas. Evidentemente es la parte que se ha trabajado menos, y lo suyo sería usar una protección de 50+; es la máxima y es la más recomendable”.

A Laura, tras la lectura del reportaje, parece habérsele caído el mundo encima. Yo la animo, y le digo que ella, siendo mujer blanca y arrubiada, tan bella, no necesita quemarse para impactar al espectador. Le explico que en una época no muy lejana la gente de piel nívea era sinónimo de pureza, de elegancia, y que las personas demasiado morenas se asociaban con las clases más bajas (campesinos, criados...). Le leo un relato de Álvaro Cunqueiro que habla sobre un hada:

Felipe fue enseñado por su tía abuela de manera que si un día iba al monte y daba la casualidad que el hada estaba con su tienda de sol, y le preguntaba qué prefería, si la tienda o a ella, que a lo mejor, siendo como era muy hermosa, blanca y rubia, estaba disfrazada de fea y de morena.

Llegados a este punto, Laura sonríe con picardía. Sólo intento –le digo– que seas consciente de tus atributos. En efecto, hay muchísimas morenas preciosas (tantas como blancas), ardientes, pasionales, pero las más nacen con ese color de piel, sólo lo acentúan. Y, que yo sepa, ninguna de ellas querría volverse blanca de repente. ¿Por qué ese empeño de las blancas en maquillar, en camuflar, su nacarada piel? Una persona quemada por el sol (como se sabe, los blancos –especialmente aquellos que lucimos lunares o pecas– tendemos a quemarnos, si no utilizamos la protección adecuada) tiene bien poco de atractiva y mucho de excesiva: acaso eso era a lo que se refería Cunqueiro. Hay, en fin, más de un canon de belleza, pese a que la tele nos venda únicamente el prototipo de famoso de Hollywood bronceado, entregado al vicio, ajeno a lo que ocurre a su alrededor…

Mientras yo desgrano este improvisado discurso romántico –muy propio de alguien que desea lo que ha perdido, como diría Petronio–, Laura me mira con los ojos encendidos como faros. Parece creerme, pero reconoce tener miedo a no gustar lo suficiente a sus colegas, si no trata, “como todo el mundo”, de ponerse morena. Y, acto seguido, me comenta: “Claro que si los bikinis se hubieran inventado en la juventud de Cunqueiro, hasta las hadas querrían lucirlos, sin miedo a apagar su blancura…”.

Cae la tarde en la abrigada playa de Los Castros. Laura apoya su cabeza en mi regazo. Yo miro sus blancas (ahora no tan blancas) piernas: esplenden al sol. Las acaricio, y pienso: Ésta es la ocupación más alta que puede alcanzar un hombre.

Por HÉCTOR ACEBO. La Comarca del Eo (El Progreso), 14/8/2010

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