Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo
Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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sábado, 26 de marzo de 2011
Marta, desvestida y trinadora
Se llamaba Marta, y en los albores de este siglo, cuando éramos dos adolescentes soñadores, fue muy nombrada en la luguesa Tierra de Miranda, donde pasaba los veranos. A pesar de su altura –debía de rondar los 1,70 metros–, los rasgos de esta muchacha viguesa eran tan aniñados que daban ganas de llevarla en brazos. Entre otras cosas, Marta destacaba por la claridad de sus ojos –a veces tan absortos– y por su cabello dorado, largo e irredento, casi de cuento nórdico: tanto era así, que uno se entretenía en deshacerle las trenzas sólo por el gusto de volver a hacérselas.
Nuestras relaciones, más que de juegos amorosos o galanteos, tenían el carácter de huidas del quehacer cotidiano, de excursiones al bosque, de baños en los solitarios arroyos… El silencio de la siesta nos evitaba dar explicaciones en nuestras respectivas casas, y no perdíamos un segundo en lanzarnos a la aventura. Todas nuestras aspiraciones pasaban por poner nombres mitológicos a las cosas, por trasmutar los iconos cotidianos en efigies totémicas y por inmortalizar, en fin, los más fulgorosos instantes. Miranda –la tierra que va del Miño al Eo, tan pródiga en bosques misteriosos y montañas suaves– era el espacio idóneo para dotar de credibilidad a nuestras innumerables fantasías.
A un roble centenario que nos servía de cobijo en las cálidas tardes agosteñas, le decíamos El Sereno, porque nos maravillaba la capacidad que tenía ese árbol para resistir, incólume, las inclemencias del tiempo y del hombre. Abrazar el grueso tronco de aquel roble sólo era comparable a contemplar la desnudez de Marta en los cristalinos arroyos de Miranda. ¡Teníais que haber visto las venas de sus senos: se transparentaban tanto que parecían talmente íes griegas dibujadas con tinta azul! ¡Y qué decir de aquellos lunares, los cuales estaban dispuestos estratégicamente por todo el nacarado cuerpo, a fin de delimitar las fronteras y los abismos! Allí, en el claro herboso del bosque, bajo los susurrantes pinos, yo no podía hacer otra cosa que ponerme a recibir aquel perfume en forma de caricia, y me ponía a recibirlo como un pequeño gato se frota en las piernas de su amo, confiando en que la dulce mano de éste va a repasarle la cabeza o el lomo.
–No sé si yo podría vivir durante todo el año en un pueblo tan apartado como San Tirso o como Miranda… Me extraña que, atravesando a diario semejante pantano de machismo, no se haya resentido aún tu sensibilidad femenina… –me decía Marta a media voz.
Me gustaría creer que Marta y yo nos amamos de una forma tan pura que en ningún momento echamos en falta el conato sexual. Pero supongo que mi cortedad de ánimo pudo más que el deseo, el cual tampoco –hay que decirlo– hizo entonces mucho acto de presencia (en mi caso, todo se redujo a un par de sesiones nocturnas de frenético placer solitario). En cualquier caso, Marta y yo formábamos una pareja envidiada. Sus bikinis, tan coloridos y minúsculos, eran copiados por la práctica totalidad de las muchachas de Miranda. Y mis amigos de entonces no hacían otra cosa que repetir, en forma de letanía, las palabras que yo empleaba al hablar de mi Marta querida:
–Nívea, coruscante, sensitiva, sinuosa, grácil, desvestida, elástica, trinadora…
Sí, digo bien: trinadora: Marta tenía el canto fácil y continuo, y yo era feliz componiéndole piezas sentimentales: no conocía otra forma mejor de inmovilizar los instantes más esplendentes. ¡Cómo me gustaba que la chica tomase el relevo de mi voz (dúctil, pero con muchos menos matices que la suya) en los estribillos! Marta abría el cielo de la garganta, y brotaba cielo líquido. Naturalmente, al cantar, la bella muchacha siempre lograba mejorar lo que uno escribía.
No, no exagero al afirmar que yo podía medir la calidad de un texto escuchando a Marta. Así, su fraseo era mucho más claro y dulce si respiraban, bajo los versos, los silencios y los misterios. Por el contrario, ella masticaba las palabras cuando era menos confidente en la canción, cuando no conseguía convertir a las palabras en pluralidad de sentidos y significados, en cópulas de sonidos… ¡Con qué fervor y compromiso cantaba Marta todas aquellas letras que hablaban de unos muslos –los suyos– portadores de la fragancia de la lluvia! ¡Ojalá volvieran tiempos idos!
Claro que todo este imaginar se me volvió, en un repente, desasosiego y acedía. Uno notaba que Marta –la dulce Marta– sacaba temas de esos que lo mismo pueden prolongarse que interrumpirse. Ella decía: “Bueno, habría que hablar con más calma sobre ese cantante…”, y dilataba los silencios. Yo dejaba traslucir algo como una costumbre de los pasados veranos, una costumbre musical y aventurera de la que ella tenía que seguir formando parte. Pero Marta no seguía el curso de mis preocupaciones estéticas, no me traía el regocijo de un beso…
Paulatinamente, pese a que ella atendía –a media voz– todas mis llamadas, fuimos aparcando las citas. Y así llegó el ocaso del verano. ¡Aceda era para mí la fantástica Tierra de Miranda! ¡Acedos la música, las gentes, los días y las noches! Airado, viendo cómo Marta se subía en la moto de unos y de otros, grité desde el romano puente del Pasatiempo (“a ponte do Pasatempo”, como decimos en gallego):
–¡Todas las delicadezas y atractivos que envasa el cuerpo de una muchacha, sólo sirven para contrarrestar el sexto mandamiento!
Con el paso de los años, aquel vengativo grito de mi adolescencia acaso haya devenido en este gruñido melancólico, en este resentimiento contra los valores del triunfo…
H. ACEBO (La Huella Digital, 26/03/2011)
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