Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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miércoles, 16 de enero de 2013

Una belleza niña



Luis Rosales (Granada, 1910–Madrid, 1992) es un notable poeta, probablemente la máxima figura de la Generación del 36, obviando al genial Miguel Hernández. Claro que esa condición de clásico no debe ser un óbice para que leamos al vate críticamente, sin la necesidad de renunciar a la emoción (piedra de toque de la poesía). Tras la primera lectura de una de las obras más celebradas del granadino, Rimas (1951), servidor percibió el auténtico valor de la lírica: ese conjuro que, además de encandilarnos, nos salva de las garras del tiempo. Pero, paralelamente, también reconocí el reverso de la poesía: esa retórica envasada al vacío.

Comenzaré hablando de las virtudes de Rimas obra escrita entre 1936 y 1951, que son muchas. En dicho poemario, Rosales, como todo buen vate, hace suya la conocida máxima de Mallarmé: “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Esa renovación lingüística se manifiesta en la deslumbrante metaforización (“te pondría un nombre que pudiera habitarse y no decirse”), en la ocurrente adjetivación (“los semovientes náufragos […]”), en los rítmicos encabalgamientos (“Eres de cielo hacia la tarde, tienes / ya dorada la luz en las pupilas”), en el elegante empleo de contrastes (“cansado el gesto y sin cansar la fuerza”) o en la oportuna intertextualización de versos de magos como Jorge Guillén (“Estamos juntos, sin vernos, / repetidos y distantes, / juntos pero no vividos, / tristemente naturales”).

Todos estos ejemplos dan cuenta de que la gran poesía cópula de significados y sonidos aspira a proponer una resistencia al discurso único. Así, Rosales, al jugar con las múltiples posibilidades de las palabras, al indagar entre qué cosas son similares, al arrojar nueva luz sobre un concepto, ensancha la imaginación del lector.

Hay algo que me maravilla en este Rosales: su prodigiosa capacidad para crear rimas puras, esenciales pero fulgorosas, ideales para ser recitadas, de memoria y con entonación hímnica, por las enamoradas colegialas. (En mi magín, el escenario idóneo para leer esos textos es el florido campo castellano…). Pongo como ejemplo la siguiente poesía, titulada “Vivir para ver”:

Todo era alegre en el claro
resplandor de la mañana
y al mirarte sentí el llanto
borrándome la mirada.

Llorar y ver son virtudes
que un mismo sentido enlaza
como acompaña en la nieve
el silencio a la pisada.

Todo era alegre y sentía
con la visión, la distancia;
le di descanso a mis ojos:
¡de sólo mirar lloraban!


El misterio de la nieve

En la obra de Rosales hombre religioso resuena ese maravilloso rebufo de misterio que caracteriza a nuestra mejor poesía mística (San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Unamuno, Dámaso Alonso, Blas de Otero, el último Juan Ramón Jiménez…). Dando alas a ese rebufo, el granadino conquista la más elevada hazaña que cabe dentro de un poema: inmortalizar el instante. Este Rosales es, fundamentalmente, un poeta simbolista, y en Rimas el citado misterio alcanza su cumbre en la imagen de la nieve, tan presente: “antes que el sol apunte en la ladera / la nieve empieza a ser la luz del día”.

Efectivamente, para un español, la nieve, entre los fenómenos atmosféricos habituales, es el más insólito, el más fantástico, el más misterioso: su llegada siempre provoca una especial expectación. Ese milagro de la naturaleza sólo puede expresarse justamente creo yo a través de la lírica, cúspide del sentimiento. En la poesía del granadino, la nieve, generalmente, connota la magia, la pureza y la claridad de la infancia (ese parapeto frente a una dictadura que él, en un principio, apoyó, evolucionando luego hacia posiciones liberales):

Esta madera que es el sueño, acaso
sabe que huele a ti; sabe que creces
hacia tu infancia, y vives
de aquella claridad, de aquella nieve
niña como la sed, de aquella niña
vocación de llorar porque ibas siempre
de traje corto hacia el amor, y aún llevas
la luz que tuvo en el mirar que tienes.

Tengo para mí que en esta estremecedora rima, “La nieve niña”, se revela la verdadera estatura de Rosales. Hablo de su capacidad para cargar el lenguaje de significación en un alto grado, siguiendo la estela de sus maestros Neruda, García Lorca o César Vallejo. Fijémonos en el cuarto y quinto verso, donde Rosales lleva a cabo un complejo y mágico ejercicio de abstracción. El poeta, mecido por el sonido de las palabras, compone esa imagen tan sugestiva que da título a la poesía, la “nieve niña”, y saca el máximo jugo posible del maridaje entre lo auditivo y lo visual: es así cómo nace una emotiva comparación: la nieve niña “como la sed”. Claro que este símil nos resulta, en parte, tan emotivo porque Rosales convierte un nombre común como niña en un calificativo fulgurante e increíblemente evocador. En puridad, a los ojos del lector, “La nieve niña” es una mágica cascada de recuerdos: es —digámoslo bien claro— poesía, operación capaz de transfigurar la realidad.

La otra cara

He explicado que Luis Rosales tiene una asombrosa capacidad para adelgazar las palabras, para crear rimas esenciales y, a la par, misteriosas: ése es el Rosales que yo prefiero, el que ha inspirado algunos de mis versos recientes. Sin embargo,  el granadino también es un vate que en ciertas ocasiones, cual orador pomposo, se regodea en su capacidad para subrayar sentimientos y para emplear artificios, algo no infrecuente entre los poetas de su generación (Leopoldo Panero, Dionisio Ridruejo, Luis Felipe Vivanco…). Esa otra cara de Rosales, la del poeta afectado, la percibo como ya he anunciado en Rimas.

Rosales, a partir del minuto 6:15 de este vídeo, habla de su obra Rimas.

En una entrevista emitida por Televisión Española hace treinta y un años, el propio poeta confesaba a Sánchez Dragó: “Mis Rimas suelen ser el desarrollo lineal de una sola idea: es decir, son un solo párrafo. Por ejemplo: unas de mis Rimas que ha tenido más aceptación y divulgación, ‘Autobiografía’, ya sabes cómo nace: ‘Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan para morir’. ¡Ya está! No hay que seguir. Yo la sigo. [Risas]. Pero no hay que seguirla.” Es muy oportuna esta confesión. Uno cree, sin embargo, que Rosales no escogió el poema idóneo para ilustrar su explicación: “Autobiografía” no sólo es una de las Rimas más sucintas (contiene siete versos): es, quizás, el texto más hondo de toda la producción rosaliana y, desde luego, el más recordado. Como en “La nieve niña”, esta poesía está compuesta por varias metáforas que giran en torno a un mismo tema, pero a mi modo de ver no hay ni una sola palabra sobrante: las anáforas y los polisíndeton dan energía a la expresión de los conceptos, y preparan la llegada de los inolvidables versos finales. De tan intensa, la “Autobiografía” bien merece ser reproducida en su totalidad:

Como el náufrago metódico que contase las olas que faltan para morir;
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,

hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.


Otros poemas del libro sí se alargan en demasía, como “Citada con la luz”, donde a uno le produce cierto sonrojo el siguiente cuarteto: “Un cielo ceniciento se hace pis / y la oenothera biennis está abriendo, / primero va el pistilo apareciendo, / tiene un color ligeramente gris.” El final de esta poesía, eso sí, es realmente bello: “Se ve que está naciendo porque quiere, / y en la noche se queda amanecida: / ¡quién te pudiera amar con esa vida / que de su propio crecimiento muere!”. Un texto sumamente descompensado y fatigoso…

En Rimas, Rosales basamenta su escritura en un lenguaje clásico y elegante, lo que no le impide coquetear exitosamente con el irracionalismo surrealista: “Andando vas por la calle / y nos parece que duermes / con los ojos convertidos / en pétalos”. Pero su dicción resulta forzada cuando —acaso por influencia de Hijos de la ira (Dámaso Alonso)el poemario capital en la España de aquellos días— utiliza una expresión vulgar: “Ya es un círculo rojo el corazón, / y la araña está ahorcándose en su cuerda; / te gustaría morir diciendo: Mierda, / el mundo está sujeto a revisión.”

Algunos poemas del libro —los menos, es cierto— son absolutamente prescindibles. Pienso en “La pregunta”:

Estoy pensando en el misterio de que unas cuantas palabras
unidas puedan formar una pregunta;
una pregunta que en el momento mismo de nacer,
recién nacida,
puede abarcar la vida entera;
las ciudades que están expedientadas,
los trenes despidiéndose con cierto aire de orgasmo,
la prensa eyaculada y matutina,
las canciones, las mieses y los hombres.
El misterio comienza cuando algunas palabras que no se bastan a sí mismas
llegan a ser una pregunta,
esto es: una niñez,
una niñez eterna
que liga el mundo con nosotros
igual que una bisagra donde se junta el cielo con la tierra,
la palabra y su sombra de dominio,
lo natural, que duele, con su vasto silencio circundante.
Pero, además, estoy pensando que una pregunta sigue viviendo,
sigue siendo pregunta después de contestada
como un paisaje de Van Gogh sigue siendo paisaje
encerrado y enterrado en su marco,
sigue siendo anterior a la tierra,
sigue haciéndose tierra todavía.
Y estoy pensando, finalmente, que la pregunta es inextinguible
[por lo que tiene de esperanza,
y que acaso algún día con lluvia en los cristales
se acercará Luis Cristóbal a mí;
se acercarán a mí sus quince años,
desde todas sus horas,
desde todos sus días,
como los chopos, cuando el viento los mueve,
muestran alegremente todas sus hojas a la vez,
se acercarán a mí para decirme de palabra en palabra:
¿Conociste a Azorín?

Efectivamente, el ritmo de las Rimas, que es muy marcado, se basa en las continuas reiteraciones y amplificaciones, pero estos recursos no siempre están al servicio de la emoción: así, “La pregunta”, más que una poesía, se diría una suma de versos, un vacuo ejercicio de estilo…

En la citada entrevista con Sánchez Dragó, Rosales dijo que en 1936, no satisfecho con sus producciones anteriores, comenzó a escribir Rimas para tratar de dominar el poema, experimentando así con textos cortos. Conviene recordar que, para el vate andaluz, el poema “es una unidad viva, orgánica…”, ya que “la sangre circula por cada una de las palabras y expresiones” de esa composición. Pues bien, en los últimos ejemplos citados, uno no percibe esa coherencia interna que debe tener una poesía.

Quizás los evidentes altibajos de Rimas (Premio Nacional de Literatura 1951) se deban a que su proceso de escritura abarca —como ya he dicho— tres lustros: por las mismas páginas desfilan el esteta que aún busca su voz (un Rosales veinteañero) y el maestro de la poesía de posguerra (aquél que venía de publicar La casa encendida, 1949). Es sólo una suposición, porque los poemas del libro, al menos en la edición que yo he revisado (La casa encendida / Rimas, Vitruvio, 2010), no aparecen fechados… En cualquier caso, el vate no pasó un filtro demasiado exigente a sus escritos. Pero ni siquiera los excesos apagan el fulgor. ¡El fulgor de una belleza niña! 

(Este artículo mío se publicó en Libros.com, 15/02/2013)

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