Revolutionary road parece haber nacido para el lucimiento interpretativo de la famosa pareja, descuidando el desencadenamiento argumental y las relaciones extramatrimoniales, que deberían servir de parapeto.
Muchos cineastas que comenzaron sus carreras en el teatro tienden a explorar los sueños rotos, los dobles significados, la violencia reprimida, los gritos y susurros, la resignación, el silencio, las mentiras, de las parejas (aparentemente) felices o especiales. Dicho esto, podría pensarse que cualquier director de cine lleva el serrín teatral en las venas: maticemos. Hay, por ejemplo, en los filmes del maestro Ingmar Bergman una pulsión que sostiene las expresiones del actor con un cuidado sumo, poniendo la cámara a su servicio (abundan los primerísimos planos: la boca y los ojos hablan al unísono, algo de lo que, obviamente, no puede beneficiarse el teatro) y huyendo de los movimientos extremos.
Sam Mendes, que comenzó su andadura en el teatro, muestra en el caleidoscopio dramático de Revolutionary road algunas de las mejores evidencias surgidas en el escenario. Parece haber nacido esta película para el lucimiento interpretativo de (¿no debería decir entre?) Kate Winslet (¡inmensa, deslumbrante, magnética, desgarrada…!) y un esforzado (cumple bien, pero a veces habría que exigirle una transición más visible en los cambios de humor) Leonardo DiCaprio. Es tan notoria la búsqueda de la tensión entre el joven matrimonio de este filme ambientado en la sociedad norteamericana de los 50 (opulenta pero castradora, más o menos como la nuestra) que Mendes parece olvidar la atención que requieren las vidas por separado. Así, la relación laboral del marido resulta tremendamente superficial, lo mismo que el brote sexual (que funciona de parapeto frente a la realidad, sí, pero cuesta percibir el supuesto deseo) entre la mujer y un vecino pazguato.
Al contrario de lo que sostenía en esta misma revista otro cinéfilo (mi apreciado Daniel Lobato), creo que el desencadenamiento de Revolutionary road es bastante tópico, forzado y oportunista: un tipo esquizofrénico (y, por ende, sin ninguna clase de inhibición) echa sobre la mesa las verdades que se resiste a escuchar cualquier matrimonio civilizado. Y digo que resulta forzado el recurso de un tercer portavoz loco porque muchas de esas reprimendas y represiones sociales ya tendrían que haberse resuelto, explícita o implícitamente (no olvidemos que las elipsis en el cine son tan importantes como los diálogos, pues sirven para avanzar y para ver lo que hay detrás de la pantalla) a lo largo de la trama, no de manera alborotada en el mismo ecuador. Queda para la posteridad el final, brutalmente bergmaniano, en donde el silencio se escucha más que cualquier grito, en donde incluso los guapos son vulnerables…
Por HÉCTOR ACEBO (La Huella Digital, 22/05/09)
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