Louro vivía en Salceda, en una soledad montañosa, en lo alto de la sierra de la Corda, y su casa, siempre muy encalada, asomaba por encima de los nogales, con su gran chimenea siempre humeando. Louro era de mediana estatura, moreno, flaco, los ojos grandes inquietos, las manos muy vivas, acompañando el discurso, la colilla del pitillo de picadura siempre pegada al labio inferior, moviéndose y vertiendo ceniza y tabaco mientras Louro hablaba. Louro siempre hablaba de tesoros. Tenía un Ciprianillo y un mapa del ayuntamiento de Parga. Louro sabía de un tesoro en Fontela, cerca de Parga capital, que estaba solo, sin moro ni hada. Lo había encontrado ya hacía años un vecino de allí, un tal Cándido, que era componedor de huesos. El tesoro habló con Cándido:
–¡Don Cándido, por favor, déjeme quedar en mi casa! Si me lleva, me ha de gastar, y si me gasta ¿qué figura hago yo delante de los otros tesoros?
Cándido dedujo que los tesoros se reunían, o visitaban, con lo cual, estando atento, podía, en vez de un tesoro, hacerse con cuatro o cinco. Se dejó, pues, convencer por el tesoro, y no lo tocó. Eso sí, varias veces al año iba a echarle un vistazo al tesoro, y por San Bartolomé le pedía que le pagase los réditos. El tesoro le pagaba religiosamente. Con los réditos, Cándido se pagaba una cura de aguas en Guitiriz, en el balneario, todos los días comiendo pollo asado, y de postre, melocotones en almíbar. Yo le preguntaba a Louro qué figura tenía el tesoro de Cándido.
–Creo que era un montón de oro que estaba sentado de espaldas a la puerta de la cueva.
Louro estaba empeñado en aprender a leer de derecha a izquierda, para poder hablar con los tesoros que encontrase, a los que le había asegurado Cándido que hay que dirigirse en lengua gallega, con las palabras al revés.
–Verbigracia –me decía Louro–, roñes por señor, oruo por ouro, y oñiv por viño.
–¿No le parecerá mal a un tesoro que lo trates de roñes?
–¿Por qué? ¡Cada lengua tiene su natural!
Louro me contaba de un cura que hubo en Betanzos y que encontró un tesoro. El tesoro le dijo al cura que se pusiese de espaldas, que iba a vestirse de gala, que cuando lo encontró estaba con ropa de diario. El cura, con un espejito de mano que sacó a disimulo, vio el tocado del tesoro. Se quitó una capa parda y se puso una mitra blanca, y después cogió con sus dos manos su sombra y la comió, y con ella la de un árbol que estaba allí cerca. Entonces se mostró resplandeciente, rojo, rojo, en el crepúsculo vespertino, entre las rocas.
–Era un tesoro que se llamaba Paris.
El cura lo llevó para su casa y lo metió en una caja de cristal. El tesoro era una boca de oro, con siete dientes. El tesoro le dijo al cura que se alimentaba de palabras. El cura, todos los días de Dios, le metía al tesoro entre los dientes una página del diccionario latino-castellano de don Raimundo de Miguel, o de una “guía” de teléfonos, que la robó en un café en La Coruña, que a lo mejor el tesoro también quería saber de la gente. El cura tuvo que hacer un viaje a Madrid, y dejó el tesoro escondido en la cuadra. Cuando regresó de la capital, el tesoro había desaparecido.
–¡Es que a un caballero principal no se le puede dejar una semana debajo del estiércol, coño! –comentaba Louro.
Álvaro Cunqueiro, Xente de aquí e de acolá (traducido al castellano como La otra gente)
Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo
Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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martes, 28 de diciembre de 2010
"Louro de Salceda": Otra historia de don Álvaro Cunqueiro
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