(A propósito de «Luz de domingo»)
HÉCTOR ACEBO BELLO
La luz que ilumina los domingos de Cenciella -el pueblo asturiano inventado para la ocasión- es tan viva que mata a los que permanecen despiertos. Desde los Picos de Europa pueden verse las sombras caciquiles de los «chorizos» (la izquierda) y los «becerriles» (la derecha): bienvenidos a la España «de espíritu burlón y de alma quieta», como hubiera dicho Machado, de 1911. Desde entonces tal vez hayamos evolucionado en términos jurídicos, pero los sentimientos (el amor, el odio, el orgullo, la venganza...) que trata José Luis Garci en su última obra siguen siendo de actualidad. No se equivoca la tabernera cuando dice a Joaco (el honrado indiano interpretado por un espectacular Alfredo Landa) algo obvio: el hombre del pueblo no se alegra de su propio éxito, sino del fracaso de los demás.
Con este argumento preciso, Garci vuelve a sumergirse en el pasado para entender y vivir el presente. Y consigue su cometido mediante un gran tratamiento de la luz que culmina -no podía ser de otra manera en este relato clásico- con encadenados y fundidos de negro. Sin embargo, el autor de «Volver a empezar» (1982) deja en evidencia un sonido oportunista (cantos de pájaros desesperadamente enlatados, cohetes que se escuchan pero jamás se ven, un «Danubio azul» que no consiguen bailar al compás de la banda, etcétera). El guión, basado en un relato de Ramón Pérez de Ayala, es fluido y muestra, como de costumbre, el gusto de Garci por el costumbrismo. Pero cuando entra en escena, sin la ayuda del abuelo Joaco, el idilio entre Urbano (un Álex González no muy creíble) y la nieta Estrella (Paula Echevarría, la nueva musa de Garci) respiramos un olor a nata rancia que descabalga la historia. Mención aparte merece la durísima escena en que el abuelo manifiesta el rechazo a su futuro nieto, nacido de una violación por parte de los hijos del alcalde «becerril» (un soberbio Carlos Larrañaga). Es precisamente en la escena de la violación cuando la luz de domingo quema casi tanto como el desierto crepuscular de Sam Peckinpah. Sin embargo, al término de la misma, el filme vuelve a perder fuelle al compás de cantos que parecen más enlatados, si cabe, cuando salen de la boca de Urbano. Garci, en otro acto inexplicable, olvida el tratamiento psicológico de los personajes tras el cruento atentado. Y el mismo Landa parece darse cuenta de las cursiladas cuando espeta al futuro marido de su nieta una frase que este espectador agradece: «¡Déjate de pajaritos!».
La película se despide por la puerta grande gracias al señor Landa. Este coloso del cine español es capaz de matar, con la naturalidad que requiere la ocasión, a un cruel «becerril». Y lo entrega, en un ejercicio de intensidad increíble, a la iglesia que tantas veces se cruzó de brazos ante blasfemias, violaciones y robos. Sin duda, estamos ante un hombre capaz de calcular su propia muerte. Y la de los demás. Lástima que de nuevo los «pajaritos» se entrometiesen a bordo de un barco tan colorido que da ganas de vomitar.
Llegados a este punto, la pregunta es inevitable: ¿con qué «Luz de domingo» se quedaría Garci? ¿Con el canto enlatado de los «pajaritos» o con las fresas bergmanianas que saborean nuestros «buelos»?
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Publicado en La Nueva España, 24/11/2007
1 comentario:
He podido conseguir la película en DVD, que acaba de salir, y en el reportaje típico de "Cómo se hizo" el productor explica que a punto estuvieron de hacer la película muda, porque durante la grabación se oía un runrún muy molesto de fondo. Vete tú a saber que era...
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