Nacido en la aldea de A Antigua, José tampoco fue comprendido por su labriega familia, ni siquiera en sus últimos días: los tipos pintorescos y de extraños perfiles, ya se sabe, van siendo cada vez menos en esta sociedad lela y ridículamente uniforme. Si bien es cierto que blasfemaba tanto o más que los otros hombres del pueblo, la mirada de José era vivaz y limpísima, y, si le decías una frase amiga, la luz de la mañana parecía posarse en sus mejillas. A pesar de sus querencias viajeras, José era, fundamentalmente, una persona hogareña: uno podía verlo cada noche en su sofá, tapado con el cobertor (así llamaba él siempre a la manta) y leyendo el Marca o El Progreso de Lugo. Además, sólo bebía en las cantinas. Imagino que el ambiente machista de un pueblo alejado de las ciudades (Lugo, Avilés, Gijón, Oviedo…) acabó por conferirle un aspecto espartano, que en realidad cumplía las funciones de una coraza, de un disfraz. José era, en fin, como la amarilla flor que, en nuestros montes, brota de una planta tan espinosa como el tojo: difícil de asir y de estimar. ¡El tojo, que atraviesa guantes y todo tipo de telas, y, al mismo tiempo, enciende, en las friísimas anochecidas invernales, los ojos del caminante sensible!
Yo era un niño pelirrojo, travieso, observador y extremadamente fantástico. Pasaba las horas tirado en el suelo, en apariencia para jugar con los cochecitos, pero en realidad mi fin no debía de ser otro que atisbar los elevados y coruscantes muslos de las muchachas, sus finísimas braguitas de seda… Fue José quien me salvó de la monotonía, atizando mis ensoñaciones viajeras y mi gusto por lo desconocido. Así, cuando lo acompañaba a su exigua huerta, allí donde dicen A Redondela, él me subía a su carretilla y me regalaba un viaje por el vasto campo, que yo tenía por nuestro reino. Sí, se diría que desembocábamos en otro pueblo y en otro tiempo más lento aún que el que gastábamos los santiseiros. En A Redondela, donde el silencio todo lo envolvía, a uno le faltaban ojos para retratar cuantos animales desfilaban al percatarse de nuestra presencia. Recuerdo cómo el aire se colmaba de blancura acariciando mi cara, la única parte de mi cuerpo que sobresalía dentro de aquella carretilla. Nunca un regalo como éste, creo yo, le fue hecho a un niño.
El gallego fue, durante muchos siglos, hablado pero no escrito: de ahí que este idioma se caracterice, todavía hoy, por una sintaxis variable y viva, así como por una natural predisposición para que el hablante y el escritor inventen –o renueven– vocablos. Como demostrara Dámaso Alonso, en la comarca del Eo hablamos, asturianos y gallegos, la variante oriental de la lengua de Rosalía de Castro, cuya marca del plural es –is (verbigracia: pantalóis en vez de pantalóns). Esto viene a cuento porque José se desenvolvía notablemente con el solemne castellano, mas tengo para mí que el gallego alcanzaba, en su boca, considerables cotas expresivas. Tanto es así que, por aquel entonces, mis mayores dudas tenían que ver con la lengua, con la traducción: ¿Sería posible que una palabra tan musical, tan renqueante, como zoqueiro (el artesano de las zocas o madreñas) tuviera su equivalente en otros idiomas? ¿Conservaría toda su oscuridad y angostura el cabozo o cabazo (el típico hórreo gallego, cuya forma es rectangular) si un dulzón francés lo llamase de otro modo? ¡Ay, si oyerais la grave voz con que José hablándome ya cantaba!
Volviendo de A Redondela, la aromada frescura subía de los pastos, y algunos vecinos nos miraban con apatía. Pero José les hacía la higa, y, al llegar a la altura de la iglesia parroquial, cuando se alzaba el viento de la atardecida y nos encontrábamos con la dócil Lisa, me preguntaba con aquella voz de fresca madera:
–¿Verdad que lo pasaste bien, nené? ¿Verdad que tu abuelo Paco nunca te dio un paseo, como yo, en la carretilla?
José falleció a causa de la cirrosis en el verano de 2005, justo antes de que yo emigrase a Madrid para estudiar Periodismo, una carrera de su gusto (¡qué fiesta hubiera montado al saber que uno trabajaría, años más tarde, en la redacción de El Progreso!). En los días previos a su recaída final, yo, que ya andaba con las faldas de la poesía, le dediqué una elegía. Evidentemente, eran versos sufridísimos y oscuros, pues reflejaban el derrumbamiento de los cimientos de un mundo mágico y protector:
Ven, que te daré un vaso
con lágrimas y sangre,
y cocinaré un guiso
con mi hígado para curarte.
No llegué a mostrarle a José aquellos versos, y aún hoy prefiero no releer el poema completo, que ocupa casi dos páginas: una obra tan triste no podría hacer justicia al hombre que amó a una criatura desconocida sin pedirle nada a cambio, sin tener nada que ganar… Os digo que ni siquiera me pidió nunca un beso, y es una lástima: cuando se agachaba, mucho me gustaba despeinarle el tupido pelo, que, más que grisáceo, era de una tonalidad parda: como la cola de los gatos que merodeaban por nuestro reino, A Redondela.
¡Cuántas enseñanzas le debo a José Mediante, un hombre agreste pero sentimental, que siguió gustosamente su camino, sin importarle lo que pensase la inmensa mayoría! Como al tojo, quizás mejor que decirlo fuera cantarlo.
La Huella Digital, 5/2/2011
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