Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

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miércoles, 23 de febrero de 2011

"Roque das Goás": Otra historia gallega de Cunqueiro


ROQUE DAS GOÁS

Esto acontecía allá por los años diez, cuando se hizo famoso Vedrines volando. Roque das Goás se puso a inventar una máquina voladora. La máquina le salía perfecta en su mente, y la dibujaba muy bien, con cinco asientos, para él, su mujer y sus tres hijos, y antes de ponerse a construirla, ya andaba buscando por los montes vecinos el lugar desde donde se lanzaría en vuelo sobre la Ulloa, viendo allá abajo a Mellid, a Palas de Rei y el castillo de Pambre, antes de virar para posarse en Santiago de Compostela. Roque hizo un viaje a Santiago para elegir sitio de aterrizaje, y le pareció el más apropiado la plaza del Obradoiro. No comentaba nada de la máquina voladora con nadie, ni con su mujer. Cuando mejor le salía la máquina en su imaginación, era por la mañana, antes de levantarse, todavía medio adormilado. Entonces, todas las piezas encajaban perfectamente, pero ya bien despierto, y desayunando, notaba que se le olvidaba algo. ¡Si pudiera escribir todos los detalles de la máquina y dibujarla al mismo tiempo que dormía! ¿No habría algún método? Roque dudaba si el asunto era consulta de médico o de abogado. Como no lograba la máquina perfecta más que en sueños, por decirlo así, no se lanzaba a la construcción. Tenía abandonada la labranza y la carpintería, en la que era muy apreciado, y el más de su tiempo lo pasaba tumbado, con los ojos cerrados, inventando la dichosa máquina voladora. Volaba sobre La Coruña y lo saludaba el señor Viturro en el Cantón Grande. Tanto lo deleitaban sus ensueños, que llegó a pensar que mejor soñar que se volaba, a volar, y quizás no mereciese la pena construir la máquina voladora. Pero, ¿cómo iban a enterarse sus vecinos y amigos, y el público en general, que volaba, si no volaba? ¡Nadie le aplaudiría uno de sus famosos aterrizajes soñados!

Lleno de dudas, Roque das Goás se tumbaba a imaginar vuelos. Una tarde de verano, mientras toda la familia estaba en la siega, Roque echaba una siesta a la sombra de un castaño. Y lo despertó alguien que dio con uno de sus zuecos en los zuecos de Roque. Era un bobo de cerca de Ribadiso, que salía a ganar unas pesetas ayudando en las siegas y en las mallas, pero si no había de merienda bacalao con ajada, no ayudaba e iba a ofrecerse a otro lugar. Era alto y gordo, mofletudo y desdentado, y se llamaba Pastor. Roque le dio las buenas tardes, y Pastor se le quedó mirando fijamente, sin responder. Al fin habló:

Moito se viaxa, Roquiño!–, dijo.

Roque miró al bobo Pastor estupefacto, porque efectivamente estaba imaginando que iba en vuelo con toda la familia a los baños de mar. Pastor estaba ante él, mirándole fijamente a los ojos. Roque podía decir que el bobo de Ribadiso lo estaba hipnotizando. Al fin, el bobo abrió los brazos y pegó un gran salto, un salto que lo llevó hasta la copa del castaño, primero, y al otro lado del camino después. El bobo se reía a carcajadas y se marchó corriendo hacia Mellid. Y desde aquel día Roque, se lo confesó a su mujer, nunca más pudo soñar que volaba y volvió al trabajo. No podía soñar que volaba porque, según él, el tal Pastor de Ribadiso le había robado del magín los planos de la máquina. Si no, ¿cómo iba a haber volado hasta lo alto del castaño y aterrizado en el camino, que estaba a cien metros? A Roque, en su interior, y recordando sus aterrizajes famosos, le entraban ganas de aplaudir.

Álvaro Cunqueiro, Las historias gallegas

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