
en el supuesto momento cumbre del goce.
Firmes los pechos, las piernas largas.
Duele mirar el blanco interminable de tus ojos.
Como si acercases el oído a la ventana,
percibes a la vez el deseo casi violento
del chico que te encima
y el huidizo gemido del viento de fuera.
Te comprendo. A mí me pasa algo parecido
cuando lo hago con una ramera.
La (in)diferencia, eso sí, es notoria:
Tú –arrubiada, alada, sinuosa…– jamás pagas.
Y no te desdoblas para transfigurar el otro
[cuerpo,
sino para limpiar tus infinitos atributos.
La Huella Digital, 11/07/2011
Este poema está extraído de mi ópera prima, Camas de hierba (Ediciones Vitruvio, Madrid, 2011)
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