Un ciego y un loco
El Comercio - 6-06-2006
Es de sobra conocida la anécdota, la mejor anécdota de un hombre mutilado, mitad falo y mitad lengua verde de lagarto. Leopoldo María Panero, en cierta ocasión, a la salida de unos encuentros literarios, se encuentra con un ciego pidiendo en la calle. Queda impresionado por la mano extendida del ciego, se palpa los bolsillos, pide dinero a un par de académicos que habían salido junto a él, pero nadie parece tener fondos. Leopoldo, más ciego que el propio ciego, más loco que cualquier divino vidente, ni corto ni perezoso, se quita la dentadura postiza y se la pone al ciego en la mano, como si fuera un fósil o un regalo del Ratoncito Pérez. Un Ratoncito Pérez, todavía más loco que el poeta, que ya no recoge dientes sino que devuelve el producto, como a veces en las rebajas de El Corte Inglés. El ciego no palideció, porque la dentadura postiza de un poeta es siempre esponjosa, tierna, algo que poder usar como relicario o rosario plural de todas las ausencias. El cielo cogería los dientes que no eran suyos y, al tacto, pensaría quizás que eran de puro oro. No todos los ciegos saben que lo primero que emplean los poetas es el oro. Los poetas y los yonquis venden oro todo el día, oro toda la noche; e incluso, su mayor frustración es ver la cantidad de oro que tienen otros y ellos sólo tiene chatarrería. La chatarra férrea del lenguaje, tan pronto oxidada, y la soledad gutural de la palabra, a veces escrita sin el menor diente. Leopoldo, ¿qué coño haces?, le increpó entonces uno de esos académicos que, pese al estatus, no tenía euros, o no quería darle euros a un pobre, quizás porque todo eso no va en la mentalidad de un académico. Alguien (desde luego, no el académico) tendría que volver por los dientes de Leopoldo, y recogerlos como si fueran una reliquia, el mejor de los fósiles, y entonces el pobre, nuevamente con la mano vacía, pensaría que otro le roba lo que antes le han regalado. Y entonces el pobre, sí, soñaría que habría tenido en sus manos el mejor de los tesoros, sin saber que unos dientes son siempre el comienzo del éxito y la mejor de las sonrisas. Que unos dientes, sí, son el oro de cualquier aeda tierno, vestido de yonqui.
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