EUGÉNIO DE ANDRADE
Las madres
Cuando vuelva a Alentejo ya habrán muerto las cigarras. Pasarán todo el verano transformando la luz en canto –no sé de destino más glorioso. A quien allí encontraremos, con seguridad, es a aquellas mujeres envueltas en la sombra de sus lutos, como si la tierra se les hubiese muerto y para todo el siempre se quedasen huérfanas. No las veremos sólo en Barrancos o en Castro Laboreiro, están en todas partes donde nazca el sol; en Coria o en Catania, en Mistras o Santa Clara del Cobre. La mirada despierta o somnolienta, el cuerpo hecho un espetón o apenas pudiendo con las carnes, ellas son las madres. La tuya; la mía, si no se hubiera muerto tan pronto, sin tiempo para que su rostro fuese labrado por el viento. Probablemente están ahí desde la primera estrella. ¡Y cuánto duran! Hechas de brezo reseco, parecen inmortales. Si no lo fuesen, son por lo menos incorruptibles, como si participasen de la naturaleza del fuego. Con manos quebradizas han tejido la red de nuestros sueños, nos han alimentado con la luz filtrada por la oscuridad de sus pañuelos. A veces se apoyan en la cal o haciendo unos peúcos para el último de sus nietos, las entrañas abiertas en las palabras que van cambiando entre sí; otras veces caminan por callejuelas y callejuelas de piedra suelta, llaman a un postigo, piden lumbre, un puñadito de sal, dan las gracias por las almas de quien vive allí, vuelven al calor animal de su casa, calientan una miaja de café, riegan los geranios, después de barrer el patio. Son las Madres, esas mujeres que Goethe piensa que están fuera del tiempo y del espacio, anteriores al Cielo y al Infierno, así de viejas, así de terrosas, los ojos perdidos y vacíos, o vivos como brasas sopladas. Solitarias o innumerables, ahí las tienes frente a ti, graves calladas, casi solemnes en su inmovilidad, olvidadas de que fueron el primer rocío del hombre, su primera luz. Pero también las puedes ver yendo por lentas veredas de sombra, las piernas ayudando poco a la voluntad, detrás de una o dos cabras, con restos de garbo en la cabeza levantada, a pesar de las tetas mustias. ¿Cómo hallarán descanso en los caminos del mundo? No hay nadie que no las haya visto con unas cuentas en las manos arrugadas rezando por sus difuntos, echando pestes contra una vecina que ha plantado alrededor del corral tres matas más de col que ella, de regreso de la fuente maldiciendo a sus años que ya no pueden con el cántaro, o debajo de un olivo robando unas aceitunas para machacarlas. Y huelen a migas de ajo, a rancio, a aguardiente, pero también a poleo cogido en los azudes, a albahaca cuando San Juan. Y los domingos se lavan la cara, y se mudan de ropa, y van a buscar al arca un pañuelo de seda negra, que también se ponen en los entierros. ¡Y ved cómo, al abrir el arca, huele a alhucema! Algunas todavía cuidan los crisantemos que llevan a los cementerios o venden en los balnearios, junto a un puñado de manzanas maduradas en el aroma de los henos. Y conozco a una que se pasa horas vigilando las travesuras de un niño que tiene en la cabeza una estrellita de cabrito montés –y que sólo ella, sólo ella ve.
Son las Madres, ignorantes de la muerte pero seguras de su resurrección.
Son las Madres, ignorantes de la muerte pero seguras de su resurrección.
_____
Imagen: MAGRITTE, La bella estación
No hay comentarios:
Publicar un comentario