Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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domingo, 30 de septiembre de 2007

Kafkiano

JUAN JOSÉ MILLÁS

La Nueva España - 30/09/2007

En la mesa de al lado, un chico le contaba a una chica que el profesor de literatura les había mandado leer una novela "completamente kafkiana" cuyo autor no recordaba, pero cuyo título era La metamorfosis. A instancias de la chica, añadía que trataba de un tipo que una mañana se despertaba convertido en un insecto.

-¿Qué clase de insecto? -preguntaba la joven.
-No queda claro -respondía él-. Una especie de escarabajo enorme.
-¿Y qué más?
-Pues nada, que la primera preocupación del protagonista no es que se haya convertido en un bicho, sino que va a llegar tarde al trabajo.
Durante los minutos siguientes, el joven continuó desgranado el argumento de la novela con una prolijidad curiosa en alguien que, según decía, la había leído por obligación. Contaba, por ejemplo, con mucho detalle el momento en el que Gregor Samsa intentaba hablar y apenas le salía de la garganta un tenue silbido. También se recreaba en el episodio en el que la hermana retira los muebles de la habitación para que el insecto se mueva a su gusto, y en la parte del relato en el que Samsa descubre su capacidad para trepar por las paredes y permanecer en el techo boca abajo. La chica le escuchaba fascinada. Yo también. Aunque he leído esa novela decenas de veces, me parecía que en la voz de aquel adolescente cobraba un significado especial, como si la relatara el mismísimo insecto. Era evidente que el joven se había identificado de manera masiva con el personaje de Kafka. Y tenía razones para ello, pues no había más que fijarse en la longitud de sus brazos y en los granos de su cara para darse cuenta de que también él estaba sufriendo una mutación escandalosa.
-Y ahora viene lo mejor -dijo enfilando el final de la historia-. Tras la muerte del insecto, que la familia recibe como una liberación, el padre, la madre y la hermana salen a la calle y toman el tranvía. Hace un día de sol maravilloso.
-¿Y qué pasa? -urgió la chica.
-Pues lo que pasa es que los padres se dan cuenta de que durante toda esa época que han vivido obsesionados con el problema de su hijo, a su hija le han crecido los pechos.
La chica, en un movimiento instintivo, se cubrió los suyos, también muy recientes, de la mirada del chico, que no había podido evitar mirarlos.
-Le han crecido los pechos ¿Y qué? -insistió la joven.
-Y nada, la novela termina ahí. Salen de paseo y descubren que la hija tiene tetas.
-Pues vaya final.
-Es lo que yo me dije, que vaya final.
En esto me di cuenta de que el camarero, que había estado escuchando la historia con disimulo, quedaba también decepcionado con la conclusión. No podría decir si se trataba de una decepción buena o mala, aunque quizá fuera buena porque parecía profunda. Cuando el final de una novela o de una película nos produce perplejidad, podemos apostar a que era el adecuado. Los jóvenes, por su parte, habían caído en un silencio un poco estremecedor que yo procuraba aliviar haciendo ruido con la taza del café y carraspeando de una forma un poco exagerada. Para decirlo todo, me daba un poco de miedo la atmósfera que se acababa de crear en aquel rincón del universo adonde había ido a caer por casualidad aquella tarde. Parecíamos un grupo de personas atrapadas en una tela de araña cuyos hilos estaban formados por el argumento de la novela de Kafka.Finalmente la chica preguntó si la novela le había gustado o no.
-Pues al principio -respondió el chico con extrañeza- creía que no, me parecía un disparate Pero ahora, al contártela, me he dado cuenta de que sí. Pero no sé por qué.
-Porque no estás bien de la cabeza -dijo la chica intentando aliviar la gravedad de la situación.
El adolescente concedió que sería por eso, porque no estaba bien de la cabeza, y añadió que tenía que marcharse. Le seguí y se metió en el metro, donde comenzó a leer desde la primera página el libro de Kafka en una edición de bolsillo que llevaba en la mochila. Leía con una concentración asombrosa. Por mi parte, cuando llegué a casa, busqué la novela, me metí en la cama y me dispuse a devorarla una vez más. Me supo como la primera vez.

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