Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo.
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domingo, 21 de octubre de 2007

Interpretación de Julio César (W. SHAKESPEARE), III

PORCIA.- Quisiera que ya hubieras ido y venido
antes que decirte a qué tienes que ir.
(W. SHAKESPEARE, Julio César, cap. II.iii)



El lenguaje que emplea Shakespeare en Julio César cumple una importante función persuasiva (desde el principio, los personajes tienden a instar a los otros: Bruto a Casio, Casio a Bruto, Marco Antonio a Bruto, etcétera). Pero esta persuasión se materializa, sobre todo, en dos hechos que cambian el curso de la obra: el primero, después del homicidio de César, cuando Bruto logra convencer a la opinión pública de que la muerte del líder está justificada porque, bajo su mandato, se pondría fin a la República. El segundo hecho, cuando Marco Antonio entra en escena y logra, con su discurso de despedida a César, poner al público en contra de los conjurados.

A la hora de analizar esta estrategia persuasiva, debemos tener en cuenta los discursos que utilizan Bruto y Antonio a lo largo de la obra. Por una parte, Bruto se vale del retoricismo para intentar hacer creer a la gente algo que no pueda demostrarse: esto es, la supuesta idea de César de convertir a Roma en una monarquía. (“...Querríais tener vivo a César y morir todos esclavos, o preferís tenerle muerto y vivir todos libres?...”, cap. III.ii). Antonio, por otra parte, se vale de la manipulación para que su discurso salga a flote. La mente maniobrera de este personaje se pone de manifiesto cuando, en presencia de Bruto, acepta a los conjurados si les demuestran que César merecía la muerte. De esta manera, Antonio consigue ser aceptado por Bruto y compañía (que le conceden el privilegio de participar en la despedida de César) para pasar a destruirlos desde dentro. Pero no debemos olvidar ese valor emocional que impregna todas sus palabras -que probablemente sea cierto, ya que estaba a favor de César- y que repercute a la hora de que la gente crea sus palabras, siempre tan cercanas (“...Yo hablo sin floreos; / os digo lo que sabéis; os muestro las heridas / de César (pobres, pobres bocas mudas) / y les pido que hablen por mí...”, cap. III.ii). De aquí se desprende, dado el fracaso del discurso de Bruto, que los políticos y los relaciones públicas necesitan creerse las ideas que van a transmitir al público. De nada sirven los floreos y las palabras rebuscadas, que confunden al espectador (“Señores, que se os vea despejados y risueños; / que el semblante no revele nuestra empresa”, Bruto, cap. II.i). O, lo que es más importante, no es conveniente hablar sobre algo que no se sabe (por ej.: cuando Bruto promete a Marco Antonio justificar la muerte de César, lo cual nunca se cumplirá, dando lugar al senador para conspirar a sus anchas).


Y es que cuando una empresa se fractura, surgen, inevitablemente, divisiones y luchas a la hora de acceder al poder. Esto puede verse, si cabe de forma más clara, cuando Bruto ataca a Casio en un momento clave de la obra. Este conflicto que sucede dentro de la misma casa impide que los conjurados preparen de forma adecuada la guerra. Lo mismo sucede en cualquier otra empresa cuando no hay compenetración entre sus miembros. Ahí está el ejemplo de la Guerra Civil: los rebeldes estuvieron unidos en todo momento, mientras que los republicanos se disgregaron a lo largo de todo ese tiempo (comunistas y socialistas por un lado, anarquistas por otro, etcétera), lo cual supuso la victoria de Franco. Marco Antonio es un claro ejemplo del éxito de las empresas organizadas: “...Formemos un ejército / en seguida. Por tanto, sellemos nuestra alianza, / escojamos a nuestros amigos y extendamos / nuestros medios. Y no tardemos en reunirnos / por ver el mejor modo de mostrar lo que se oculta / y de afrontar los peligros manifiestos...” (IV.i).

La conclusión es clara: si no partimos de un análisis adecuado de la realidad, no funcionará la estrategia de la empresa. El diagnóstico preciso es esencial, no vale cualquier otro antibiótico. Shakespeare, en boca de Casio, lo expresó mejor: “La culpa no está en nuestra estrella, sino en nosotros mismos”.

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